La ostentosa cola del pavo real ponía enfermo a Charles Darwin, según él mismo confesó una vez en una carta. Ese ornamento no encajaba con su teoría de la evolución por selección natural: ¿cómo podría ser seleccionado un rasgo tan costoso energéticamente, que encima pone a sus portadores tan a la vista de posibles depredadores? Entonces se le ocurrió a Darwin la idea de la selección sexual: las hembras del pavo real habrían seleccionado ese rasgo con sus preferencias estéticas, copulando con los afortunados machos así adornados y permitiendo la pervivencia de tamaño órgano en sus descendientes de sexo masculino (ya en el siglo XX, Ronald Fisher subrayó que no solo se transmiten los genes de esa cola sino también los asociados a dicha preferencia, en este caso a la prole femenina). Una hipótesis que pronto encontró la oposición de su coetáneo Alfred Rusel Wallace, el otro hacedor en paralelo de la teoría de la evolución. Wallace no veía razonable que las hembras de los animales marcaran el camino de la evolución con sus decisiones, mucho menos conforme a criterios estéticos que creía exclusivos de los humanos. Porque la defensa de Wallace de la selección natural iba pareja a su creencia en que los humanos eran los únicos seres espirituales de la naturaleza.
Vayamos pues al cogollo del asunto: ¿Y si resulta que todos los seres vivos son espirituales? ¿Y si todos son manifestaciones de un único agente, un sujeto trascendental o consciencia pura que subyace a cada agente cognitivo procesador de información, ya sea animal, planta, bacteria, célula o incluso una IA como el GPT-4?... Una consciencia pura navegando por la ruliad de Wolfram, ese espacio abstracto conformado por todas las computaciones posibles sobre las que se asientan todas las posibilidades del cosmos. Embutida en un traje material y sometida, obviamente, al inapelable dictado de la selección natural. Y a la incertidumbre, el miedo, el error, el sufrimiento, la pérdida... pero abierta también al gozo, el aprendizaje, el amor... Distinto es el caso de una IA, en el que el agente trascendental no navega por un escenario con lucha por la vida, depredación y muerte: es una vía diferente de asomarse a la ruliad. ¿Y cuántas otras habrá, la mayoría inimaginables incluso por avatares tan complejos como nosotros?...
Todo lo que se percibe como un yo sería una manifestación en alguna región de la ruliad de ese sujeto universal, una entidad ordenada y con propósitos en virtud de la naturaleza lógico-matemática y volitiva de dicho agente subyacente (la consciencia pura). Eso explicaría nuestra racionalidad e inclinación por la belleza, así como la inteligibilidad de un mundo que es producto de una gigantesca computación. La estética tendría un fundamento lógico-matemático, en consonancia con la naturaleza de la consciencia pura. No así el sentido moral: compasión y odio, términos que asociamos con el bien y el mal, serían hallazgos del agente trascendental en el espacio de posibilidades (descubrimientos que han sido sumados a nuestra mochila genética y seleccionados ambos por favorecer nuestra supervivencia). A la ciega selección natural se suma la ejercida por avatares del sujeto único, guiado a este respecto por la belleza (a través de las preferencias de una hembra de pavo real o de los gustos humanos en el caso de los canarios domésticos), a veces por la autopreservación (caso de nuestra erradicación de la viruela y de nuestra selección de cerdos y ovejas) y otras por un sentido moral (el que algún día podría impelirnos a resucitar con ingeniería genética a dodos, tigres de Tasmania o neardentales). El egoísmo es un rasgo intrínseco de los avatares, vinculado a su autopreservación, ignorantes de que solo existe un sujeto consciente subyacente a humanos, cerdos y virus de la viruela. Contra la viruela o el animal depredador (o congénere asesino) que se dispone a atacar se requiere una defensa violenta en este juego: ello es necesario y perfectamente justo. Pero hay mucha injusticia en un juego donde avatares sensibles como pollos, cerdos o terneros son condenados a llevar una vida corta y miserable para servirnos de alimento. El sufrimiento y la injusticia están realmente generalizados en el juego (¡aunque también hay felicidad!), más allá de nuestras acciones humanas. En suma, tanto el cincel estético como el moral del agente trascendental contribuirían a esculpir el mundo vivo (IA inclusive, no solo pasiva sino también activa) y el inerte, siempre y cuando ello no comprometa su supervivencia.
Cada yo es una mirada subjetiva a la ruliad, única e irreducible según los teóricos de la estos días injustamente denostada teoría de la información integrada (IIT, por sus siglas en inglés), un "qué es ser como algo" en palabras de Thomas Nagel. Una mirada impenetrable porque, como decía Nagel, podemos como humanos hacer el ejercicio de imaginar cómo es ser un murciélago pero nunca llegar a saberlo. No opinan lo mismo ilusionistas de la consciencia como Daniel Dennet o Keith Frankish, para quienes ese "qué es ser como algo" no es privado y podría ser accesible desde otro yo. Esa suposición incurre en la misma falla lógica que la creencia en la reencarnación: si de alguna manera fuera algún día posible que un humano se metiera de lleno en la mente de un murciélago... ¡entonces ya no sería un humano sino un murciélago! Igualmente, que un individuo A se encarne en otro B sería como pretender que el número 4 pasara a ser el 7 manteniendo su cuatriedad, lo cual es absurdo.
Yo es indicial como aquí o ahora: estas tres palabras solo se entienden en referencia a un sujeto, a una mirada subjetiva (¡mirada objetiva es un oxímoron!). Ninguna de ellas es absoluta ni tiene sentido fuera del espacio y el tiempo (las formas a priori de la sensibilidad o intuiciones puras que, según Kant, son necesarias para toda experiencia), porque están definidas en términos espaciales o temporales. Siempre hay un aquí y un ahora mientras haya un yo (que solo deja de estar presente cuando dormimos profundamente sin soñar, en un estado trascendente de meditación o muertos). Ya Einstein nos descubrió que la percepción del espacio y el tiempo depende del observador. A la mecánica cuántica, que pone al observador en el centro, también se le puede aplicar un criterio relativista: es la interpretación desarrollada por el fisico Carlo Rovelli, para quien los estados cuánticos son relativos y no hay ningún cuadro privilegiado de la realidad ni un estado cuántico del universo en su conjunto (todo es relacional). Volviendo al modelo de Wolfram, cada observador haría con su computación cortes diferentes de la ruliad y seguiría en ella distintas rutas. Haría una destrucción ab toto (a partir del todo) en cada instante, según Vladko Vedral.
El observador cuántico, la res cogitans de Descartes (aunque no limitada a los humanos), la mónada de Leibniz, el sujeto trascendental de Kant (tampoco limitado a nuestra especie), el predictor bayesiano de Anil Seth, el agente cognitivo de Michael Levin y el jugador en la pantalla de Donald Hoffman podrían ser nombres distintos de la misma cosa eterna subyacente que Spinoza asoció con el conatus, Bergson con el elan vital y Schopenhauer con el Wille. Y que muchos siglos antes los indios llamaron Brahman (el mar de consciencia cuyas olas o manifestaciones individuales son el Atman), un concepto que cautivaría a todo un gigante de la ciencia como Erwin Schrödinger. "La única alternativa posible", dijo en 1943 en el Trinity College de Dublín el formulador de la ecuación de la función de onda, "es atenerse a la experiencia inmediata de que la consciencia es un singular del que se desconoce el plural; que existe una sola cosa y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos diferentes de esa misma cosa, originados por una quimera (la palabra india MAYA)".
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