Es natural felicitar a alguien si gana un millón de euros en la lotería de Navidad (aun cuando muchas veces se dé por descontada la insinceridad del acto). Pero a nadie se le ocurriría proponer al ganador como candidato a alguna nueva modalidad del Nobel o del Premio Príncipe de Asturias: casi todo el mundo entiende que la suerte no es un mérito, algo que deba ser en justicia reconocido y premiado, sino un feliz accidente.
Armado de este mismo argumento se puede uno oponer a los premios de belleza, en los que se recompensa el ser guapa, tener garbo o estar buena (aunque frecuentemente ni siquiera esto último, desde una óptica masculina heterosexual). Los concursos de misses son un trampolín a la fama para muchas chicas jóvenes, además de una eficaz plataforma de apareamiento para empresarios horteras y monarquistas rijosos entrados en años. Pero no dejan de ser un reconocimiento de caracteres con los que uno nace, por lo general heredados. Se entiende que se pueda premiar a una actriz o actor por la calidad de su trabajo interpretativo, pero no por exhibir una sonrisa o un culo que vienen de fábrica (aunque esto último -el culo- se puede modelar en el gimnasio, lo que sí conllevaría un esfuerzo más o menos meritorio).
Algo parecido ocurre con la inteligencia, aunque esta tiene injustamente mejor prensa que la belleza (¡cuántas veces no habremos oído eso de que hay que valorar más a las personas por su inteligencia que por su belleza!). Porque es innegable que se trata de otro elemento innato -aunque pueda ser más o menos cultivado-, incluido en el pack genético con que venimos al mundo. Premiar la inteligencia sería pues tan absurdo como recompensar la belleza, la suerte o el haber nacido en La Bañeza o un 12 de febrero. Y loar a las personas inteligentes, tan ridículo como elogiar a quienes miden más de dos metros, son de raza negra o se llaman Jorge Javier. Otra cosa es el elogio a quienes han cultivado con esfuerzo y dedicación su inteligencia, lo que es bien distinto.
En el exordio de su tesis doctoral, mi amigo Jorge Malfeito dejó impresa esta conmovedora frase: "Ante la inteligencia me descubro, ante la bondad me arrodillo". Pero el mensaje sería más justo y hermoso si cambiáramos inteligencia por mérito. Porque la formulación por Einstein de la teoría de la relatividad general quizá no sea más meritoria que el aprendizaje por un chimpancé de la lengua de signos.
Un blog personal algo abigarrado en el que se habla de física, cosmología, metafísica, ética, política, naturaleza humana, Unión Deportiva Las Palmas, inteligencia artificial, Singularidad, complejidad y un largo etcétera. Con una sección de pequeños 'Intentos literarios' y otra de sátira humorística ('Paisanaje'). Intentando ir siempre más allá del lugar común y el buenismo. Also in English: picandovoyenglish.wordpress.com
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4 comentarios:
Puf, pues no sé que decirte... yo creo que la inteligencia está bastante desprestigiada.
Cristina, yo creo que lo que está desprestigiado no es tanto la inteligencia como la cultura y el conocimiento. ¡Un abrazo!
Es normal que las sociedades humanas premien caracteres genéticos. Ocurre en el deporte, ocurre en las empresas, ocurre en las relaciones sociales. Estos reconocimientos tienden a premiar una combinación de buen potencial genético más un buen aprovechamiento del potencial. El galardón eleva el estatus del premiado y de alguna manera aumenta sus probabilidades de tener descendencia superviviente. Por tanto, este sistema de premiar lo innato potencia la transmisión de genes útiles para la sociedad y de «memes» también útiles, como el esfuerzo, la disciplina, etc.
Por eso no se acepta el doping en el deporte, ni (mucha) cirugía estética en los premios de belleza: hay que premiar los genes ante todo.
Luego si quieres hablamos de mérito y esas cosas. Pero no olvidemos que hay una fuerza de fondo que impulsa al ser humano, y es nuestra preservación como especie.
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