martes, 17 de abril de 2018

¿Ignorante, idiota... o acaso malvado?


En mi libro R que R desde Alfa hasta Omega: Un ensayo sobre el error menciono varias veces a Kathryn Schulz, autora de En defensa del error: Un ensayo sobre el arte de equivocarse.
En un párrafo de mi obra se lee lo siguiente:

Schulz nos alerta de que estar convencido de tener la razón en algo puede ser muy peligroso. El pensar que nuestras creencias reflejan perfectamente la realidad nos lleva a chocar con los que no lo ven así. En primera instancia atribuimos esa discrepancia a la ignorancia del prójimo (sesgo cognitivo de atribución), quien supuestamente suscribiría nuestras ideas de tener acceso a la información adecuada. Aun así, puede ocurrir que este siga empeñado en disentir: entonces tendemos a etiquetarlo como un idiota. Pero si resulta que el tipo maneja la misma información que nosotros y tenemos acreditado que se trata de una persona inteligente, Schulz introduce un tercer supuesto: nos convencemos de estar lidiando con un ser malvado, que conoce la verdad pero la distorsiona deliberadamente con aviesas intenciones. De ahí a deshumanizarlo solo hay un paso. Suele ocurrir en el mundo de la política cuando nos dejamos llevar por el forofismo y el trazo grueso. 

Imputar en principio ignorancia, luego idiotez y finalmente maldad cuando alguien disiente de nuestras ideas es típico de la izquierda más dogmática e intransigente (también de la derecha, pero hablo de la izquierda porque es la que me interesa y la conozco bien: ¡yo mismo he llegado a pensar así!). Intelectuales como Albert Camus, Octavio Paz, Jorge Luis Borges o Alexander Solzhenitzyn, y más recientemente Francis Fukuyama, Samuel Huntington, Fernando Savater o Mario Vargas Llosa, se cuentan entre las personas sometidas a este proceder por la izquierda menos tolerante; además de no pocos políticos, desde Adolfo Suárez a Albert Rivera pasando por Joaquín Leguina, por centrarnos solo en España. Eso no quita que a menudo sí estemos lidiando con ignorantes (Savater, al igual que muchos otros humanistas, es un lego en ciencias), idiotas o gente realmente malévola: por ejemplo, cuando nos encontramos con muchos de los votantes de Trump, con él mismo o con compatriotas nuestros que hablan de indemnizaciones en diferido en forma de simulación.


Podemos no estar de acuerdo con muchos planteamientos de Fukuyama, pero ese tipo no es ningún botarate: es un pensador de ideas diferentes a las nuestras pero igual de legítimas y bienintencionadas (por cierto, la idea del "fin de la historia" es originariamente de Marx, aunque para él la estación final era la sociedad comunista sin clases y no la democracia liberal). Podemos disentir de Vargas Llosa, pero eso no lo convierte en un mentecato o un tipo artero que escribe con fines espurios (ya puestos, ni siquiera es un conservador sino un liberal genuino). Como tampoco eran ignorantes, necios o necesariamente malvados Solhzenitzyn (pese a profesar su peculiar nacionalismo místico ortodoxo ruso), Paz, Borges o Camus. Ya hay más dudas acerca de quienes, como Sartre, justificaban las atrocidades del régimen soviético y al mismo tiempo disfrutaban plenamente de las mieles de las democracias liberales.

El caso de Huntington es especialmente sangrante, ya que se le acusa poco menos que del choque de civilizaciones adelantado en su libro de 1996 El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial: es como si alguien alertara del riesgo de las superbacterias resistentes y luego se le culpara, al confirmarse su advertencia, de los daños causados por esos microorganismos. Huntington preveía un choque de culturas, pero no le parecía que eso fuera algo bueno o deseable: todo lo contrario. Sin embargo, la marca "Huntington" es para muchos izquierdistas intransigentes de manual un sinónimo de neoconservadurismo imperialista (al igual que la marca "Adam Smith" es sinónimo injustamente de egoísmo y perversidad capitalista). Es lo que pasa cuando alguien habla de un libro sin haberlo leído, o se dedica a retuitear acríticamente, dejándose llevar por los creadores de opinión de su bandería. La izquierda, que siempre se ha preciado de ser autocrítica, deja de merecer su nombre si queda reducida a una suerte de secta o religión. Y si no es inclusiva, está condenada a la irrelevancia.

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