Foto de Dietmar Rabich. |
La convivencia nunca es fácil, ni puede darse por sentada si detrás no se halla el poder disuasorio y coercitivo de la ley. Resulta más sencillo cuando hay más capital social, o sea una mayor confianza mutua entre los ciudadanos (por eso es más cómodo convivir en Dinamarca que en Honduras), pero no basta con ese pegamento integrador para disfrutar de una existencia civilizada. Mal que les pese a anarquistas ilusos y jipis, la naturaleza humana obliga a toda sociedad avanzada a limitar los derechos de los individuos (la libertad de cada uno debe terminar donde empieza la del otro), forjar instituciones reguladoras de la vida social y esforzarse continuamente por apuntalar delicados equilibrios políticos, sociales y territoriales (mediante la división y contrapeso de poderes, la fiscalización de los más poderosos, el diálogo fluido entre los principales agentes sociales, la redistribución personal y territorial de la renta, la protección legal de las minorías, etc.) para asegurar una cierta armonía e impedir que rija la ley de la selva. No podemos confiar en la buena voluntad de los individuos -ni siquiera en la de nuestros gobernantes, por supuesto- porque siempre habrá sinvergüenzas, incumplidores, maltratadores y desalmados.
Cautivados por los cantos de sirena y las abiertas mentiras de sus nacionalistas, muchos catalanes no han advertido la complejidad y las interdependencias intrínsecas a toda sociedad democrática moderna. Hay que ser muy incauto, o haber sido groseramente manipulado por demagogos de la peor especie, para creer que una sociedad compleja como la catalana (por su bilingüismo, su peculiar historia, sus relaciones con España, su propia diversidad cultural) pueda romper a las bravas -y de manera tan chapucera- con los demás españoles sin graves consecuencias de toda índole: políticas, económicas, afectivas... Como si esto fuera un divorcio exprés de una pareja sin hijos que se resuelve con un par de firmas y un "buena suerte". Reventar de este modo un sistema como el constitucional, criticable pero fruto de un amplio consenso y delicados compromisos, tiene inevitablemente un muy alto precio. Es mejor hacer los experimentos sociales con gaseosa, sobre todo cuando se vive relativamente bien, en paz, con una amplísima autonomía y sin ninguna bota encima (aunque, desde luego, siempre habrá gente más rica y poderosa que otras, ya sea en Cataluña, en España, en Venezuela o en Papúa, así como poderes fácticos internos y externos).
¿Cómo iba a ser fácil la convivencia entre la gente y entre los pueblos si ni siquiera lo es en el marco de una familia o una pareja? En el caso español, la armonía territorial pende desde la llegada de la democracia de hilos más frágiles de lo que pensamos. La democracia no hubiera sido posible en nuestro país de haber reconocido inicialmente a algunos territorios como "naciones" (o de haber revestido la forma de república): el entonces influyente Ejército, aún con el recuerdo fresco de Franco, no lo hubiera permitido. Pese a ello, se ha podido construir un Estado de las autonomías bastante descentralizado. Uno de los componentes de ese pacto constitucional es el cupo vasco y navarro (ansiado estos últimos años por Cataluña), cuya pervivencia es una de las claves del encaje de estas dos comunidades en España. Lo mismo puede decirse del régimen especial de Canarias, dada su insularidad y ultraperificidad. España es, nos guste o no, una realidad plural y compleja. Podemos cambiar las cosas mediante el diálogo y la negociación, pero romper destemplada y unilateralmente la baraja es una insensatez que nos afecta negativamente a todos.
Desinformados y emponzoñados por políticos irresponsables y mendaces, muchos catalanes no se han parado a pensar en que no había necesidad alguna de fracturar su ciudadanía de esta forma y ponernos a catalanes y españoles (y de rebote a la Unión Europea) al borde del abismo solo para dejar de contribuir a las arcas de España, desembarazarse de la bandera rojigualda y poder presumir de Estado independiente (aunque sea un Estado fallido, como aventuran casi todos los expertos). Mi amigo kurdo Kamran Matin (míralo aquí hablando hace un par de días en Al Jazeera acerca del referéndum en el Kurdistán iraquí) me trasladaba esta semana su perplejidad ante este "nacionalismo del rico", él que procede de un pueblo pobre y verdaderamente oprimido que ha visto a su gente culturalmente ninguneada (hasta hace bien poco en Turquía) e incluso gaseada y salvajemente bombardeada (en el Irak de Sadam Hussein y en la misma Turquía del islamista Erdogan).
No me valen aquí las apelaciones a un supuesto derecho sagrado a la autodeterminación, ya que el mío pretende ser un análisis racional y pragmático (a diferencia del enfoque nacionalista, basado en las emociones y la visceralidad, amén de en la mentira). Cada cual es libre de sentirse como le plazca: solo catalán, más catalán que español, igual de catalán que español, más español que catalán... Y de enarbolar la bandera que le dé la gana. Pero es una temeridad ampararse solo en lo sentimental para dar lo que sería un verdadero salto al vacío, dadas las estrechas interdependencias entre Cataluña y España y la oposición a la aventura independentista de casi la mitad de los catalanes. La culpa es del nacionalismo, una ideología tóxica por su naturaleza excluyente, que ha sido bien abonado en las tierras del Principat en las últimas décadas (no niego también la cuota de responsabilidad de los nacionalistas separadores del otro bando, de los que ahora insultan a Piqué y antes chillaban "Pujol enano, habla en castellano", gente convencida de que solo se puede ser español a su manera).
Lo que está en juego ya no es tanto la unidad de España, algo que sinceramente no me quita el sueño, como el bienestar y la convivencia pacífica de los españoles con independencia de sus distintas ideas o sentimientos identitarios. Los nacionalistas catalanes están dispuestos a tener su Estado a cualquier precio, por alto que este sea; aunque suponga la salida del euro y de la Unión Europea (de hecho, eso es lo que quieren los extremistas de la CUP, dentro de su hoja de ruta hacia una demencial república popular sin patriarcado). Pero lo peor es que el nacionalismo amenaza con romper la paz social en Cataluña y el resto del Estado, donde el nacionalismo españolista de infausto recuerdo está despertando y retroalimentándose con el catalán. Los parecidos con la Yugoslavia de 1990 y 1991 empiezan a ser muy preocupantes. Además del ineludible peaje sangriento, este conflicto podría desatar una nueva crisis de la deuda soberana en los países del sur de Europa con suficiente potencial como para dinamitar el euro y la propia UE, cada vez más asediada por ultranacionalistas y populistas (por no hablar del probable efecto imitación en sitios como el País Vasco o Flandes). Y si la UE desaparece, no tengan ninguna duda de que no pasará una generación antes de que vuelvan a arder sus pueblos y ciudades como hace más de 70 años. ¡Menudo panorama! ¿Vale sinceramente la pena?... La culpa, como casi siempre, será nuestra: de quienes votamos a los políticos que gobiernan en España y, sobre todo, en Cataluña.
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