lunes, 23 de noviembre de 2015

Otanismo de izquierdas, ¿por qué no?

El 12 de marzo de 1986, con 18 años casi recién cumplidos, debuté en las urnas como votante. La cita era muy especial: el referéndum sobre la permanencia en la OTAN convocado por el Gobierno del PSOE de Felipe González (el mismo partido que en 1981 daba sonora respuesta en la calle al ingreso en la organización militar acordado por el presidente Calvo Sotelo, y en cuyo programa de 1982 proponía explícitamente su abandono). Finalmente voté no a la permanencia en la Alianza Atlántica, pero reconozco que estuve a punto de ser convencido por la intensa campaña oficial desplegada por los socialistas reconvertidos en otanistas tras su llegada al poder (por cierto, la Alianza Popular de Manuel Fraga optó irresponsablemente por la abstención en un lamentable y fallido intento de hacer descarrilar al Gobierno).

Han pasado casi 30 años y creo que me equivoqué. De hecho, ahora mismo votaría "Sí" con pocas dudas. Han entendido ustedes bien: un claro sí a la OTAN, dicho por una persona que se considera progresista y de izquierda (de una izquierda democrática y con los pies en el suelo, no de izquierdas ilusas y/o liberticidas). Más si cabe en momentos de convulsión como los que vivimos en Europa, África y Oriente Medio. En los párrafos que siguen procuraré argumentar mi postura de la mejor manera que pueda. Juro que no soy un agente del imperialismo yanqui ni un fascista disfrazado de socialdemócrata ni un tipo al servicio del sionismo internacional (conforme al pensamiento izquierdista más burdo y simplón, solo queda la posibilidad de que sea un tonto del culo: serán ustedes los que juzguen si es así).

Nadie en su sano juicio -salvo anarquistas y pacifistas dogmáticos fuera de la realidad- pone en duda la necesaria existencia de la policía para asegurar una convivencia civilizada en un colectivo humano numeroso. No podemos confiar exclusivamente la paz social a la buena voluntad de los ciudadanos, ya que siempre habrá gente que incumpla las normas y pretenda hacer daño al prójimo: aquí, en Honduras o en Suecia. Es la naturaleza humana, nos guste o no. La policía es necesaria para ejercer el monopolio estatal interno de la violencia, pero para garantizar una convivencia civilizada debe estar al servicio de la legalidad democrática y no ser una partida de facinerosos a sueldo de un cacique o una rama uniformada del crimen organizado. Por eso no es lo mismo el cuerpo policial de un país centroamericano que el de uno escandinavo.

Lo dicho de la policía es igualmente aplicable al ejército. El mundo no es Disneylandia, siempre ha sido un lugar inseguro y peligroso (aunque se nos haya olvidado a las últimas generaciones de occidentales, aislados en nuestra burbuja de paz y relativo bienestar que ahora parece derrumbarse con la amenaza terrorista islamista). Por cierto, Occidente tiene una corresponsabilidad a este respecto, pero no es el único culpable: presentarlo como el malo de la película es de una simpleza extraordinaria. A lo que vamos: no es lo mismo un ejército al servicio de la legalidad democrática que otro a las órdenes de una dictadura o erigido en amo y señor de un país.

Y de los ejércitos nacionales pasamos a la esfera internacional. Tras 70 años de existencia de Naciones Unidas, sigue sin haber una policía mundial, un cuerpo internacional permanente con capacidad y legitimidad para intervenir si hace falta por la fuerza donde sea menester (los "cascos azules" no responden a esa definición): por ejemplo, en la Ruanda de 1994 para evitar el brutal genocidio ejecutado a base de machetes. Las reglas de Naciones Unidas, un club con algunos socios con derecho a veto y en el que conviven en pie de igualdad Estados democráticos, tiranías religiosas (como Arabia Saudí) y una monarquía comunista como la de Corea del Norte, hacen imposible fraguar una policía mundial plenamente operativa de consenso. A falta de ésta, tenemos en nuestra vecindad la OTAN o el músculo militar en solitario de EE.UU. No es lo ideal, pero en la vida no existe la perfección. No creo que a los kurdos de Rojava (norte de Siria) les importe mucho la procedencia del apoyo aéreo recibido para combatir al Estado Islámico: es la aviación de EE.UU. la que les está echando un cable, pero lo mismo lo agradecerían si fuera Rusia, Turquía (harto improbable), Madagascar o el mismísimo Monstruo del Spaghetti Volador.

Una organización de defensa colectiva como la OTAN (con EE.UU. dentro) es pues necesaria, llámese como se llame, en un mundo donde no hay una policía global. Por supuesto que habría que remozarla y ponerla claramente al servicio de nuestras democracias (de esas libertades tildadas de "formales" por cierta izquierda y que consisten, por ejemplo, en poder vivir tranquila y dignamente siendo opositor, ateo, mujer u homosexual): eso ya depende de nuestros Gobiernos, que a su vez dependen del voto de los ciudadanos. Renovemos la OTAN, transformémosla, ampliemos sus fronteras (incluyendo a una Rusia democrática) e incluso cambiémosle de nombre. Pongámosla bajo el paraguas legal de la Unión Europea o de alguna otra organización supranacional integrada solo por democracias. Pero no cometamos el error de suprimirla y precipitarnos al vacío, cegados por buenismos estúpidos con tanto fundamento como Papá Noël: como esa mandanga de que las flores, y no las armas, sirven para protegernos de los terroristas.
 

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