sábado, 23 de noviembre de 2019

El diablo de al lado... ¿diablo?


Terminé de ver en Netflix El diablo de al lado, serie documental sobre el presunto criminal nazi John Demjanjuk (identificado por algunos como el infausto Iván el Terrible del campo de exterminio de Treblinka, en Polonia). Más allá del saludable ejercicio de recordarnos el Holocausto, la serie nos asoma a una galería de personajes "normales" (incluyo a Demjanjuk, tal y como luego explicaré) que exhiben las mismas zonas de sombra y pequeñas miserias que casi todos nosotros. Retratar a la gente "normal" con trazos gruesos y de manera maniquea no parece lo más inteligente para acercarse a la verdad: siempre es necesario usar una paleta de grises que recoja la peor cara del presunto bueno y la mejor del presunto malo (insisto en excluir a las bestias pardas, que caerían dentro del saco de la anormalidad). El diablo de al lado no solo es interesante por la historia del personaje central sino también por los perfiles psicológicos de los protagonistas secundarios de la trama: familiares, supuestas víctimas suyas, su abogado, el fiscal...

Demjanjuk era un joven de procedencia ucraniana que emigró a EEUU años después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. En América encontró un trabajo como obrero en Ford y una esposa con la que formó una familia: reunió, en suma, los mimbres para llevar una vida digna, honrada y sencilla. Y al cabo de muchos años se jubiló, habiéndose ganado el respeto de sus compañeros de trabajo y sin apenas una tacha a su conducta: ni un escándalo vecinal, ni una multa por exceso de velocidad... Un trabajador ejemplar y un amoroso padre y abuelo, amable con todos, fiel a su cita semanal en la Iglesia católica ucraniana de Cleveland.

Hasta que un día le identificaron como el susodicho Iván el Terrible (un monstruo que no se limitaba a empujar a los judíos hacia las cámaras de gas sino que disfrutaba cometiendo múltiples atrocidades que no le habían sido ordenadas: entre ellas, cortar pechos y narices con una espada). Demjanjuk fue deportado en 1988 a Israel, donde le aguardaba un juicio que pintaba muy feo para él: todo apuntaba a que correría la misma suerte (la ejecución en la horca) que el nazi Adolf Eichmann tres décadas atrás. Desde luego, Eichmann era solo un "imbécil moral" (así lo retrató la filósofa Hanna Arendt, que encontró en su persona una vulgar encarnación de la "banalidad del mal") que se limitaba a hacer su rutinario trabajo funcionarial (redactar las listas de judíos condenados a morir) y a obedecer órdenes sin rechistar. Podríamos considerarlo un tipo "normal" (eso no le exime de su gravísima responsabilidad, por supuesto), a diferencia de Iván el Terrible: este último era un psicópata y un vil sádico, un tipejo a todas luces exterminable. Si el viejo John era el tal Iván el Terrible, yo no habría tenido nada que oponer a su ejecución de cualquier modo o manera (incluso a su ejecución sumaria, para qué ocultarlo). Pero lo que me enganchó a la serie fueron precisamente las dudas a ese respecto. Escrutar su rostro y sus gestos, procurando adivinar si podían corresponderse a tamaño monstruo, me resultaba muy intrigante.

Un personaje muy interesante es su abogado, un judío israelí excéntrico y echado palante que se gana la inquina de la mayoría de sus compatriotas al asumir la defensa judicial de Demjanjuk. El abogado, al que acompaña cierta fama de chulería y mala reputación, está convencido de que su defendido no es Iván el Terrible y remueve cielo y tierra en busca de pruebas exculpatorias. Su empeño tendrá un coste: será víctima de un ataque con ácido que casi le causa ceguera. No consigue impedir la condena a muerte, pero acaba triunfando con su apelación al Tribunal Supremo de Israel. Tras cinco años en prisión, Demjanjuk es liberado sin cargos al no haber evidencias claras de su paso por Treblinka. Uno de los testigos que afirmaba reconocerlo exhibía una evidente senilidad: llegó a decir que había viajado de Israel a Florida en tren y no recordaba el nombre de uno de sus dos hijos muertos en Treblinka. Otro testigo parecía estar mintiendo: aseguró entre aspavientos que era él sin duda, tras verle de cerca sin gafas, pero luego se descubrió un texto por él escrito al final de la guerra en el que aseguraba que habían matado entre varios a Iván el Terrible en un motín.

Hay que tener en cuenta que el juicio fue televisado en directo en Israel, un país obviamente muy sensibilizado con el Holocausto. El abogado de John estaba seguro de que ese último testigo había advertido en el cara a cara que no estaba frente al monstruo de Treblinka. Pero, sometido a una tremenda presión ambiental, optó por mentir. ¿Se imaginan que hubiese reconocido su error?: "Ah, pues no es él, me confundí, lo siento...". En la serie se habla de algo poco conocido fuera de Israel: el sentimiento de culpa de muchos supervivientes judíos del Holocausto, sobre los que se cernía un halo de sospecha (¿qué hicieron para salvarse?) en el naciente Estado hebreo. A saber qué pesados fardos psicológicos cargaba ese testigo... Si mintió, estaba poniendo la soga en el cuello a un inocente: la víctima estaba comportándose como un malvado.

Las cuitas judiciales de Demjanjuk no acabaron con su absolución en 1993. Tres lustros después, ya casi nonagenario, volvió a ser deportado: esta vez a Alemania, acusado de haber trabajado en el campo de exterminio nazi de Sobibor (Polonia). Él y su familia intentaron engañar a las autoridades para frenar la extradición (haciéndole pasar por una persona impedida), ¡pero quién podría echárselo en cara! ¿Hubiese hecho cualquiera de nosotros otra cosa?... Fue condenado a cinco años de cárcel (sin más prueba que la de haber estado en Sobibor) y murió en un geriátrico en suelo germano antes de que se resolviera su apelación. 

Al final de la serie, un nieto de Demjanjuk nos ofrece algunas conclusiones acerca de él. Intuyo que acierta al reconocer implícitamente que su abuelo veinteañero decidió colaborar con los alemanes de las SS para salvar el pellejo (como soldado del Ejército Rojo había sido capturado por los de Hitler y estaba en un campo de concentración de prisioneros de guerra), lo que le condujo a ser parte del engranaje criminal nazi. Lo hizo por mero instinto de supervivencia, pero no era un psicópata ni un sádico (de serlo, se habría manifestado como tal durante toda su vida). "Sé que no era un mal hombre, sé que no era Iván el Terrible", afirma su nieto en el documental. 

Los héroes no abundan. Y Demjanjuk no lo era, desde luego: pudo haber elegido el camino menos cómodo de no colaborar. Pero me pregunto cuántos de nosotros (personas "normales") hubiesen hecho algo diferente en una situación parecida. Por otra parte, es una indignidad y un insulto a la inteligencia hacer pasar al ucraniano como un supervillano y al científico alemán Wernher von Braun (al que perdonaron en EEUU su pasado como criminal nazi -diseñó las bombas incendiarias V2 que arrasaron Inglaterra- por ser el artífice del programa espacial estadounidense) como un gran hombre. Von Braun no fue el único nazi que se había ido de rositas tras la guerra, por cierto. 

sábado, 9 de noviembre de 2019

La ortodoxia de la corrección política, un insulto a la inteligencia que solo beneficia a los ultras

Hace ya tiempo que escribí contra la nueva Inquisición de la corrección política, que se ha ido adueñando del espacio público con el silencio y la complicidad de la izquierda menos reflexiva. Hoy vuelvo a este mismo asunto, consciente del coste que puede tener para las causas progresistas someterse a sus dictados. Como afirma el tuitero @saldatis, "los populistas solo dicen barbaridades que a nadie se le ocurre decir y verdades que nadie se atreve a decir". "Para luchar contra ellos", seguía @saldatis, "en vez de debatir las primeras -que se anulan solas- los partidos "normales" deberían adelantarse en decir las segundas". Y creo que tiene toda la razón.

Un caso de libro es el de las manadas sexuales. En el debate televisivo de hace unos días, el líder de Vox dijo que el 70% de los integrantes de las manadas eran extranjeros. Los verificadores de El País se lucieron con un desmentido en Twitter en cuya explicación se contradecían a sí mismos: ¡concluían que el dato correcto era del 69%! Para no quedar en ridículo, El País borró el tuit al poco tiempo (aunque demasiado tarde para impedir los pantallazos). Yo nunca votaré a una formación nacionalpopulista y ultra como Vox (ni siquiera a un partido de derechas), pero si Santiago Abascal -o el mismo Stalin- dijera que la Tierra gira en torno al Sol no seré yo quien se lo niegue.
Pues resulta que El País se quita discretamente de en medio, pero la página de verificación Newtral saca un informe en el que insiste en la falsedad del dato del 70%. Y lo hace reconociendo que el 69% son extranjeros... ¡pero solo cuando en las agresiones sexuales grupales la víctima no conoce a sus violadores! ¿Es disparatado suponer que las violaciones en manada se cometen mayoritariamente con desconocidas, porque así es más fácil salir impune? Aun así, no veo por qué la estadística tendría que ser muy diferente cuando la víctima es conocida por sus agresores (no hay datos de esto desagregados por nacionalidad). En cualquier caso, es un despropósito de Newtral relativizar las violaciones en manada de desconocidas diciendo que son solo el 4% del conjunto de todas las agresiones sexuales (20% del 20% en las que la víctima no conoce a sus agresores). Si hablamos de manadas (un tipo de violación agravada, contra la cual se han manifestado en nuestras calles miles de mujeres), ciñámonos a ellas y abstengámonos de usar torpes artimañas aritméticas para llevar el ascua a nuestra sardina.

Empecé este artículo con las manadas, pero sigamos tocando otros palos políticamente incómodos... Los datos citados por Newtral en este otro informe desmienten implícita e involuntariamente el mantra oficial del 0.01% de denuncias falsas (ese es el % de las pocas sentencias condenatorias, ya que la Fiscalía solo actúa de oficio en casos de escandalosa falsedad). Con un 33% de archivos y un 7% de absoluciones, el dato real debe ser en buena lógica muy superior. Si las denuncias falsas fueran el 10% del total (una cifra que parece razonable a tenor de los sobreseimientos libres -un 3%- y las absoluciones), la cifra multiplicaría por 1.000 la oficial indiscutible (el mantra del 0.01%). Ciertamente, ese 33% de archivos o sobreseimientos es muy inferior al 86% pregonado por Vox. La realidad parece estar en un punto intermedio entre lo que dice la ortodoxia buenista y lo que cuentan los ultraderechistas.

Lo mismo puede decirse de la sobrerrepresentación de los extranjeros en el ejercicio de la violencia de género. Sigo asombrado de que una persona inteligente y cabal intentara convencerme hace meses de que yo estaba equivocado esgrimiéndome el dato de que el 70% de los agresores a mujeres son españoles... ¡no advirtiendo que me estaba dando implícitamente la razón, ya que un colectivo que representa el 10% de la población explicaría el 30% de las agresiones!

Pasemos ahora a los menas... Un votante de Unidas Podemos que ha trabajado con menores no acompañados en Canarias me confiesa que en torno a un 30% son muy problemáticos (casi todos, magrebíes; el 99% de los subsaharianos son buenos) y que la mitad de estos (o sea, sobre un 15%) son individuos verdaderamente peligrosos. Debemos ayudar a los buenos menas a formarse e integrarse, así como poner firmes a los malos (poniéndolos en un avión de vuelta a su casa, si es posible). Lo lamentable es que, como me explica ese trabajador social, el sistema no premia a los que se portan bien y no pocas veces las deportaciones se ceban con ellos en vez de con los energúmenos.

Es verdad que la extrema derecha utiliza los datos torticeramente (metiendo en el mismo saco a todo un colectivo -inmigrantes- que mayoritariamente es gente honrada), pero flaco favor hacemos desde la izquierda retorciendo la realidad para desautorizar a xenófobos y racistas. Porque seguro que hay nativos de buena voluntad (y, no pocos de ellos, progresistas) que se sienten insultados al escuchar ciertas afirmaciones de Garzones y Colaus sobre manadas, violencia machista, menas, etc. que contradicen lo que ven en sus barrios con sus propios ojos... Y que pueden verse tentados a votar, ya solo por rabia e indignación, a nacionalistas ultras que al menos no tienen miedo al tribunal de la corrección politica.

Esa ultracorrección es la que impide a muchos afirmar (al menos en público) que hay culturas más violentas y machistas que otras, lo que hace que sus miembros sean en promedio (insisto: EN PROMEDIO) más violentos y machistas. La cultura española, por ejemplo, es menos ecologista y más tolerante con el maltrato animal que la cultura escandinava: a nuestros compatriotas (EN PROMEDIO) les preocupa menos el ecologismo y el bienestar animal que a los nórdicos. ¿Alguien se atreve a negarlo?... ¿Y alguien se atreve a negar que hay mujeres (al igual que hombres) mentirosas y malvadas?... Decir estas cosas te hace ingresar, como dice Arturo Pérez-Reverte, en el club de los fusilables: tanto por los hunos como por lxs otrxs.

Un amigo de extrema izquierda me decía ayer mismo, al discutir sobre todo esto, que ve necesario engañar a la gente nativa más sencilla porque cualquier intento de convencerlas con argumentos está condenado al fracaso. O sea, que habría que esconder verdades incómodas (habría que practicar la mentira social piadosa) para evitar que las masas trabajadoras poco ilustradas se lanzaran a la caza del diferente. Huelga añadir que opino todo lo contrario y que no se debe insultar así a la inteligencia de la gente (debe hacerse pedagogía, sin negar la realidad). Porque todo el mundo tiene su orgullo... y más vale no pisarlo si no queremos luego sorpresas muy desagradables en las urnas.

domingo, 15 de septiembre de 2019

'Years and Years', una verosímil distopía de los años 20 del siglo XXI


AVISO DE SPOILER: no sigas si quieres ver la serie

Me he tragado en apenas tres días Years and Years (Años y años), la renombrada serie de HBO que cuenta en seis capítulos las andanzas de una familia de Manchester desde 2019 hasta 2034. Una familia inglesa extensa (los Lyons), articulada en torno a la carismática abuela, que asiste con vértigo a los cambios de un mundo que se va deshaciendo política, económica y moralmente sin dejar por ello de ofrecer a sus moradores humanos nuevos y espectaculares avances tecnológicos: Internet de las cosas, carne sintética, realidad virtual, robots de uso personal (incluido el sexual), cyborgs, integración mente-máquina-Internet y descarga digital de la mente...

La serie es estremecedora porque se trata de una ciencia/política-ficción nada improbable, de una distopía no inverosímil: el energúmeno de Donald Trump es reelegido en 2020 (y le sucede en 2025 el talibán cristiano Mike Pence, su actual vicepresidente), Ucrania es ocupada militarmente por la Rusia imperial de Putin (quien es invitado a ello por el nuevo Gobierno comunista prorruso -supongo que, al mismo tiempo, baluarte del cristianismo ortodoxo- de Kiev), la ultraderecha populista se hace con el poder en casi toda Europa, el Reino Unido sufre los estragos del Brexit y de la llegada masiva de refugiados (muchos de ellos, ucranianos que huyen de la persecución de disidentes y homosexuales)...

El año pasado escribí una entrada a mi abuelo para explicarle lo que había cambiado el mundo desde su muerte en 1980. Había cosas muy malas, pero también grandes logros. Pero lo que podría venir es espeluznante: ataques con armas nucleares (Trump se despide en 2024 de la presidencia con el lanzamiento de un misil contra una isla artificial china, llevándose por delante 45 mil vidas) y bombas sucias (Leicester y Bristol las sufren en la serie, presuntamente a manos de terroristas islamistas), quiebra del sistema bancario y colapso de la infraestructura de las ciudades, desmoronamiento de la democracia (con campañas cada vez más agresivas de fake news orquestadas por la tramoya nacionalpopulista con el apoyo de Rusia), confirmación del desastre climático (se funde todo el hielo del Ártico, desaparecen muchísimas especies animales y vegetales...), proliferación de epidemias y de bacterias superresistentes (de modo que puedes morir por un rasguño sangrante), reversión de derechos de minorías como los homosexuales, reclusión de los inmigrantes ilegales en campos de concentración y cuasiexterminio... Todo ello, mientras continúa el espectáculo de masas de la telebasura, palanca de lanzamiento de los más infames políticos populistas: entre estos se cuenta una empresaria populachera llamada Vivienne Rook (encarnada por la actriz Emma Thompson), una suerte de mezcla entre Jesús Gil, Belén Esteban y Ana Oramas, que de bufona de la "caja tonta" pasa a diputada y finalmente a residir en el 10 de Downing Street.

Del visionado de Years and Years me quedo con cuatro conclusiones. La primera es la importancia de preservar la ley y el estado de derecho, de no dar por sentada la continuidad de la democracia si no la cuidamos (si pasamos alegremente de ella o la desdeñamos como algo solo formal y sin contenido, lo que suele hacer la izquierda a la izquierda de la socialdemocracia). La segunda, relacionada con la anterior, es la constatación de que si se quiebra el orden constitucional (ese paripé gracias al cual los portavoces de la autoproclamada izquierda anticapitalista tienen garantizados su integridad física y sus derechos) la gente de la peor calaña no tarda en saltar brutalmente a la palestra. Los mimbres humanos de la Europa del siglo XXI son los mismos que los de la Alemania nazi o la Yugoslavia de 1993: la diferencia es que en 2019, al menos en la Unión Europea (no así en el este de Ucrania, en Transnistria, en Bielorrusia, en Chechenia o en Kosovo), los políticos están sujetos a la ley y la gente más desalmada está más o menos controlada en cuarteles, puertas de discotecas, fondos sur de estadios o gimnasios de full contact.

La tercera conclusión es que "derrotar a un monstruo es aguardar al siguiente", como avisa la abuela del clan familiar. Porque Vivienne Rook es derrocada (por cierto, gracias al poder de las mismas redes sociales que la auparon al poder), pero siempre habrá payasos populistas dispuestos a tomar su testigo y, a lomos de la ignorancia y la estupidez de millones de personas, seguir amenazándonos con el infierno. La cuarta conclusión, muy ligada a la anterior, es que somos corresponsables en mayor o menor medida del estado del mundo. La abuela Lyons dice algo en lo que yo no dejo de insistir desde hace años: "Todo lo que ha ido mal ha sido por culpa vuestra. Podemos pasar el día culpando a otros. Culpamos a la economía, a Europa, a la oposición, al clima y al vasto curso de la historia, como si no dependiera de nosotros". Somos culpables, no somos inocentes: también la buena gente (los que no somos unos sádicos o unos psicópatas sin escrúpulos) comete mezquindades y cabronadas, como se ve en el comportamiento de algunos de los miembros de la familia y allegados.

Pese al escenario tan sombrío que nos ofrece la serie, deja un hueco para la esperanza al final del último capítulo que me reafirma en mi creencia (más o menos fundada, aunque no deja de ser una creencia) en que la humanidad aún vive en su infancia moral. El Bien acabará imperando en el universo, aunque eso no será ni en el siglo XXII ni dentro de cien mil años ni acaso dentro de un millón. Pero hay tiempo más que suficiente para la posthumanidad (o para la postmapachidad, la postballenidad o la loqueseaidad) antes de la muerte térmica del cosmos...

miércoles, 15 de mayo de 2019

Contra el nacionalpopulismo y por una unión política en Europa

El principal enemigo político de quienes defienden una Europa libre, abierta, multirracial, laica, igualitaria y tolerante es el nacionalpopulismo. Esto lo tienen claro los liberales (excluyo obviamente a los meapilas españoles -caso de Esperanza Aguirre- que se disfrazan de tales), los socialdemócratas y buena parte de los verdes europeos. No tanto el populismo izquierdista y la izquierda posmoderna, generalmente juntos en el mismo paquete electoral, que consideran no menos nefasto el supuesto neoliberalismo instalado en lo que para ellos y ellas es la "Europa de los mercaderes". Por cierto, los verdes que no están muy seguros al respecto deberían recordar que los nacionalpopulistas son los principales negacionistas del cambio climático.

Pero lo que muchos progresistas de izquierda no acaban de ver es la necesidad de unir fuerzas en el próximo Parlamento Europeo no solo con liberales sino incluso con algunas formaciones europeístas de centro-derecha (caso de la CDU alemana) para hacer frente a ese monstruo nacionalpopulista. La extrema derecha nacionalista y populista ya ha puesto su pica en los ejecutivos de Italia (en coalición con los grotescos populistas de "izquierda" Movimiento 5 Estrellas), Austria (gobernando con los conservadores), Polonia (aquí en su versión más clerical, para delicia de la Iglesia católica local) y Hungría (con un presidente más propio de una república bananera), y es una amenaza creciente en casi todos los países del resto del continente (incluida España). Rusia ya es un Estado nacionalpopulista confesional, con el muy cristiano zar ortodoxo Putin al frente para envidia de sus émulos (excepción hecha de polacos, ucranianos y bálticos, que llevan el odio a rusos y judíos en su ADN) de la internacional ultraderechista europea.

En este escenario no resulta sorprendente que el PSOE y el partido liberal francés de Macron (La República en Marcha) barajen aliarse en defensa de una Europa abierta sobre la que pende un riesgo realmente existencial. Por desgracia, no se puede contar para ello con la izquierda populista y posmoderna, ese batiburrillo ideológico en el que tienen cabida desde simpatizantes de Castro y Maduro a nacionalistas periféricos, desde magufos y neoinquisidores a judeófobos y feministas islámicas (oxímoron solo superado por "negrura blanca" o "blancura negra"). El problema de esa izquierda, de la que es buen exponente el partido francés del nacionalpopulista madurista Jean-Luc Mélenchon (Francia Insumisa), es que se nutre del mismo caladero de votos que el nacionalpopulismo de derechas. De ahí que a veces parezca tener más cosas en común no solo con los bolivarianos latinoamericanos sino también con los Le Pen, Orban y compañía: el permanente halago al "bendito pueblo" (ya dijo Isaac Bashevis Singer: "No creo que adulando a las masas todo el tiempo logremos mucho"), la demonización del proyecto integrador de la Unión Europea, el rechazo sin matices a la globalización (un fenómeno complejo que no solo tiene una cara negativa) y el reforzamiento de las fronteras nacionales ("No hay ejemplo en el mundo de país que haya suprimido una frontera. Esta idea solo existe en algún salón izquierdista o democristiano-liberal", afirma Mélenchon al diario El País). Para ser justos, debo añadir que son antirracistas, laicistas y no tienen problemas con el colectivo LGTB. ¡Ya solo faltaría!

Es verdad que la globalización y la fuerte crisis económica han dejado un escenario socioeconómico polarizado, con ganadores y perdedores. Y que los Estados no han sido capaces de compensar a estos últimos (en parte, por los recortes presupuestarios y el detraimiento de recursos para salvar a la banca), de reparar con suficiente pegamento político las grietas abiertas en sociedades que se precian con razón de ser las más avanzadas del mundo. La UE tampoco ha podido ayudar al respecto, al carecer de suficiente músculo fiscal: pese a haber una moneda única, la unión económica (con un presupuesto único, una unión bancaria y una deuda comunitarizada) sigue siendo una asignatura pendiente. Europa no ha logrado recolocarse satisfactoriamente en el nuevo tablero económico mundial, marcado por la creciente competencia de China, India y otros países emergentes. Esa reubicación, que ha de basarse necesariamente en la economía del conocimiento, es fundamental para mantener un Estado del bienestar que es seña de identidad de los países centrales del continente. Es lógico que haya mucha gente con miedo, temerosa de perder su trabajo, de no llegar a fin de mes, de quedarse desprotegida, de ver esfumada su pensión y desmantelados los servicios públicos... Ante este panorama de incertidumbre, los partidos políticos tradicionales no han ofrecido una respuesta clara y adecuada al electorado. Desde luego, la solución no es menos Europa sino todo lo contrario: avanzar hacia una sólida unión política. Pero esto hay que explicárselo bien a los ciudadanos, como nunca se ha cansado de hacer (y, además, brillantemente) nuestro actual ministro de Exteriores Josep Borrell.

También es cierto que la izquierda ha cometido errores como subestimar todo lo relacionado con la seguridad ciudadana (en España sale gratis hurtar la cartera en el metro o forzar la puerta de tu casa para cambiar la cerradura y quedarse a vivir en ella unos añitos a tu costa, y matar a alguien suele saldarse con menos de un decenio en prisión), no advertir los riesgos del multiculturalismo ingenuo (en países como el Reino Unido, Bélgica, Francia o Suecia se han consolidado auténticos guetos, convertidos en canteras del terrorismo islamista) y doblar la cerviz ante la ultracorrección política en cuestiones relacionadas con la violencia de género o la inmigración (¿por que no se puede hablar de denuncias falsas por agresiones machistas -que en España no son, ni por asomo, el 0,01%- o constatar que hay culturas más violentas que otras?). Eso le ha enajenado muchos apoyos de las clases populares, más inclinadas a votar a nacionalpopulistas (todavía en España es minoritario ese respaldo, no tanto en Gran Bretaña o Francia) que al menos parecen ver lo mismo que ellos y llaman a veces a las cosas por su nombre. Unas clases populares que se han sentido ninguneadas por políticos considerados elitistas, que no hablan su mismo lenguaje y dan la impresión de vivir en otro mundo.

Pero hay asimismo una corresponsabilidad ciudadana, por haberse desentendido de la política creyendo que no le iba nada en ello o que la democracia es algo tan natural como el aire que respiramos, por perder la memoria histórica (hace solo 75 años, Europa era un continente en ruinas), por pensar que podemos seguir viviendo igual pese a la amenaza de infarto ecológico. Acierta Josep Borrell cuando dice que no le puedes pedir a alguien preocupado por llegar a fin de mes que se preocupe de igual modo por el fin del mundo (por la catástrofe medioambiental que avanza sin pausa). Pero cometeríamos un error si creemos que "los de abajo" (usando terminología populista) son del todo inocentes. No es poca la gente de baja extracción social que tiene problemas para llegar a fin de mes por tener que pagar las letras de coches de alta gama, las cuotas del iPhone de más de 1.000 euros o las zapatillas de marca del niño para fardar en el cole. Sin negar la existencia de bolsas de pobreza, en Europa la miseria que más abunda es la cultural asociada al más grosero consumismo de usar y tirar. Hay que cambiar el modo de producir y de consumir. Uno de los grupos constituyentes de los "chalecos amarillos" en Francia son fitipaldis forocochistas soliviantados por la subida del precio del diésel, que encarece sus marchas de fines de semana por las carreteras del país vecino. Háblales del cambio climático... Aprovecho para dejar constancia de mis dudas de que las medidas necesarias para evitar el infarto ecológico sean compatibles con la democracia: sin algún tipo de epistocracia veo imposible parar la catástrofe.

No hay soluciones fáciles a nada en política. Populistas de uno y otro signo venden la idea contraria a sus votantes, empleando la retórica de "los de arriba y los de abajo" o la de "los de aquí y los de fuera". Y recurriendo a la baza del identitarismo, que siempre cotiza al alza en tiempos de crisis. Detrás del nacionalpopulismo de derechas hay gente no muy "de abajo" como Putin, Trump, su exmentor Steve Bannon (ahora empeñado en crear desde Italia una internacional nacionalista -otro curioso oxímoron- en Europa) y los sectores más reaccionarios de la Iglesia católica (conjurados contra el papa Francisco). A base de manipulaciones y mentiras, esta gente ya ha conseguido acceder al poder en varios países europeos, montar el surrealista lío del Brexit y poner a sendos orcos en las presidencias de EE.UU. y Brasil. Vean el interesante documental de abajo para conocer mejor sus ilusionantes proyectos. El fascismo de entreguerras todavía proyecta su sombra sobre estos comienzos del tercer milenio. Ojalá que sean solo fantasmas. Dependerá en buena medida de nuestro voto.




miércoles, 27 de febrero de 2019

Que 8 años no es nada... al menos cuando pasas los 50

Hace más de ocho años que empecé este blog: fue en septiembre de 2010, meses después de presentar en Madrid y Las Palmas mi novela El último dodo. Mi abuela Aurora aún vivía (murió en febrero de 2011). Han transcurrido ocho años, que es toda una E.G.B. Pero huelga decir que el periodo 2010-2018 pasó para mí (para todos los que tienen mi edad, entre los que figura el actual rey de España) muchísimo más rápido que el 1974-1982 de mi educación general básica en el Colegio Claret de Tamaraceite (Gran Canaria). Ya en el noveno año del blog constato que pocos temas de los que me interesan no han sido tocados de algún modo. Y que mi producción ha ido decayendo. Al principio me propuse escribir una entrada a la semana, pero últimamente esa frecuencia pasó a ser quincenal e incluso menor. Hoy he advertido, con cierta desazón, que si no escribía estas líneas el blog iba a tener un espacio en blanco en febrero: sería el primer mes sin un post desde el inicio del cuaderno de bitácora. Todo tiene un principio y un final (quitando el Multiverso, que ha ocupado no pocas de mis reflexiones). ¿Estará este blog tocando a su fin? Espero que todavía le quede cuerda...

Aprovecho para anunciar, a quien le interese, que en breve publicaré la que en realidad fue mi primera novela: HP, escrita en los años 90 pero que aún no ha pasado de estar en un cajón o ser un archivo de Word (al principio, de WordPerfect 5.1). Y que estoy con otro proyecto de ensayo de la índole de R que R desde Alfa hasta Omega: Un ensayo sobre el error, que espero acabar antes de agosto e intentar colocar en alguna editorial (por intentarlo, que no quede). ¡Entrada hecha! ¡Febrero cubierto! ¡Otra primavera en ciernes!

domingo, 27 de enero de 2019

España desde el centro y desde la periferia

Javier Barrientos invitaba hace unos días en Twitter a decir "región" en vez de "comunidad autónoma", con el argumento de que "poco a poco iremos saliendo de ese centrífugo embudo en que se ha ido convirtiendo España". Lo que viene a continuación es una edición compactada de mis comentarios a su tuit, detrás del cual hay una forma de concebir España desde su centro: no tanto un centro geográfico (limitado a Madrid y alrededores) como cultural e histórico (que abarca territorios de tradición castellana aunque no formen parte oficialmente de las dos Castillas políticas, caso de Extremadura, Murcia, La Rioja, Cantabria e incluso Andalucía).

Si la mayoría de vascos y catalanes no comparten esa idea de Barrientos, si solo se la creen madrileños, manchegos, murcianos, extremeños, riojanos o cántabros, veo absurdo el intento: solo sería una invitación a mucha gente a desconectar de España. A mí personalmente me resulta ridículo el término "región" para Canarias (recuerdo que a Ramón Tamames tampoco le gustaba, por sonarle a algo tan frío e impersonal como "hectáreas").

Cada cual ha de sentirse español (o no) a su manera. Pretender que vascos o catalanes no necesariamente nacionalistas se refieran a su tierra como "región" es algo forzado y contraproducente. No se pueden imponer denominaciones ni sentimientos. Otra cosa es la ley, desde luego. Deberíamos tener claro que todo intento de imponer desde el centro una determinada visión de España, sin contar con la periferia, está condenado al fracaso.

Dice Barrientos que esto no tiene nada que ver con los sentimientos. ¡Pero claro que pintan y mucho los sentimientos! Lo cierto es que para al menos el 75% de catalanes y vascos, la denominación "región" (con todas sus connotaciones centralistas y franquistas) no es de recibo, tanto como llamar castellano a un leonés. Decirles que lo suyo es una región es más o menos equivalente a gritarles "¡Pujol, enano, habla en castellano!" o "¡Se dice adiós, no agur!". Pretender arrebatar a País Vasco y Cataluña las competencias en educación (no niego la manipulación nacionalista de la historia en sus escuelas, pero no es mayor que la existente en la España franquista o la que pretende reintroducir la derecha nacionalista española) es enseñarles la puerta de salida y cualquier posibilidad de convivir juntos en un Estado plural.

Llevo en Madrid 25 años y doy fe de que la manera de concebir España es diferente en el centro que en la periferia. Y tengo la impresión de que es difícil que uno del centro se ponga en la piel y entienda a un periférico de "ocho apellidos". Y viceversa. Quiero dejar claro que esto va más allá de la política y trasciende el nacionalismo. Yo mismo soy antinacionalista (detesto todo nacionalismo, incluidos el español y el canario) y defiendo una España unida y solidaria, pero si alguien pretende que lleve todo el día un brazalete con los colores de la bandera rojigualda, pronuncie las ces como en Valladolid y sienta como propia tradiciones tan ajenas como la tauromaquia (culturalmente tan próxima a un canario como una sardana o una ceremonia zulú) me está echando fuera: me está desespañolizando sin quererlo.

martes, 15 de enero de 2019

Alianzas transversales en pos de buenas causas transversales (como el animalismo)

Soy socio de Greenpeace pero no comparto su oposición frontal a los transgénicos, ya que no hay evidencia científica de que supongan un riesgo para la salud (aunque los posibles efectos ecológicos y las cuestiones legales y socioeconómicas -abusos en las patentes y en su comercialización oligopólica- son discutibles y nada desdeñables). Soy socio de Amnistía Internacional pero estoy a favor de la cadena perpetua revisable e incluso no encuentro razones morales (aunque sí estéticas) para oponerme a la pena de muerte en ciertos casos. Me considero un socialdemócrata pacifista, pero ello no obsta para que defienda una política de mano dura contra la delincuencia violenta, el terrorismo y las organizaciones criminales. Y todo ello al tiempo de considerar que la vida de un sádico asesino no vale más que la de un buen perro, ni siquiera que la de una mosca o un abeto. Y de no descartar que estemos viviendo en una especie de simulación creada por alguna inteligencia superior que nos trasciende.

Lo cierto es que la gente suele asumir una ideología en bloque. Si es de derechas, toma todo el paquete del pensamiento conservador: nacionalismo, religiosidad, patriarcado, escasa o nula preocupación por el bienestar animal, recelo del extranjero y de una sexualidad no ortodoxa, etc. Si es de izquierdas, compra completo un pack progresista que incluye el agnosticismo o ateísmo, el feminismo, la defensa de los derechos de la comunidad LGTB, el internacionalismo (paradójicamente combinado con el nacionalismo si eres de una comunidad periférica), el relativismo moral (el "no hay culturas mejores que otras") y el buenismo (detrás del cual se halla la ignorancia de la naturaleza humana, la creencia de que somos una hoja en blanco al nacer que se puede editar culturamente de arriba abajo), este último también paradójicamente hermanado al maniqueísmo (¡los de arriba, a diferencia de el pueblo, sí que son malos!).

Sin embargo, esa tradicional divisoria izquierda-derecha está siendo zarandeada por la irrupción de megatendencias como el ecologismo (ya felizmente consolidada) y el animalismo, que suponen un desafío ideológico de primer orden para la izquierda. Yo no puedo concebir que una persona progresista simpatice con la tauromaquia, una salvajada impropia de un país civilizado. O que defienda la caza deportiva y se burle de vegetarianos y veganos. Como quizá un progresista genuino de hace 60 años no podría entender que alguien desde la izquierda no asumiera plenamente los derechos de los homosexuales. Por eso estoy totalmente en desacuerdo con el autoproclamado izquierdista Mauricio Schwarz, que considera que esas cuestiones son poco menos que paparruchas feng shui. La ciencia es otro reto para la izquierda, todavía muy anclada a planteamientos académicos desfasados (propios de las "ciencias" sociales tradicionales) o sencillamente grotescos (los propios de la factoría intelectual posmoderna, a la que se adscriben los estudios culturales y de género).

Quizá el significado de la palabra progresista no sea el mismo en una ciudad que en un pueblo, en la Comunidad de Madrid que en la Región de Murcia. Realidades como la homosexualidad no solo han sido aceptadas en los países más civilizados por la derecha moderada, sino también por la extrema derecha (recordemos que el líder ultra holandés Pim Fortuyn, asesinado en 2002, era declaradamente gay). Aunque la actriz Brigitte Bardot milite ahora en el ultraderechista Frente Nacional, no puedo más que compartir su rechazo del especismo o de la tauromaquia: en eso la siento más próxima que un izquierdista andaluz taurino y cazador. Y el ecologismo, aunque ligado inicialmente a la izquierda, empieza a ser ya algo transversal más relacionado con el desarrollo social de una comunidad que con la ideología. En promedio, seguro que un conservador sueco tiene una mayor conciencia ecológica que un socialista almeriense.

En conclusión, que a la hora de forjar alianzas para defender causas justas como el ecologismo o los derechos de los animales, así como la cadena perpetua revisable o el combate implacable a las mafias y el terrorismo, habrá que contar a veces más con enemigos ideológicos que con amigos (también para la defensa de un análisis científico, riguroso y sosegado de la realidad de la violencia de género). Y no es malo que así sea. En eso consiste la democracia, en la convivencia civilizada entre personas con distintas ideas bajo un marco consensuado más allá del cual no puede imponerse nada aunque nos parezca una barbaridad (por ejemplo, que las corridas de toros sean legales). Muchas veces será necesario convencer a algunos amigos haciendo palanca junto a algunos enemigos para incluir o excluir más cosas en ese marco consensuado.