El principal enemigo político de quienes defienden una Europa libre, abierta, multirracial, laica, igualitaria y tolerante es el nacionalpopulismo. Esto lo tienen claro los liberales (excluyo obviamente a los meapilas españoles -caso de Esperanza Aguirre- que se disfrazan de tales), los socialdemócratas y buena parte de los verdes europeos. No tanto el populismo izquierdista y la izquierda posmoderna, generalmente juntos en el mismo paquete electoral, que consideran no menos nefasto el supuesto neoliberalismo instalado en lo que para ellos y ellas es la "Europa de los mercaderes". Por cierto, los verdes que no están muy seguros al respecto deberían recordar que los nacionalpopulistas son los principales negacionistas del cambio climático.
Pero lo que muchos progresistas de izquierda no acaban de ver es la necesidad de unir fuerzas en el próximo Parlamento Europeo no solo con liberales sino incluso con algunas formaciones europeístas de centro-derecha (caso de la CDU alemana) para hacer frente a ese monstruo nacionalpopulista. La extrema derecha nacionalista y populista ya ha puesto su pica en
los ejecutivos de Italia (en coalición con los grotescos populistas de
"izquierda" Movimiento 5 Estrellas), Austria (gobernando con los conservadores), Polonia (aquí en su versión más clerical, para delicia de la Iglesia católica local) y Hungría (con un presidente más propio de una república bananera), y es una amenaza creciente en casi todos los países del resto del continente (incluida España). Rusia ya es un Estado nacionalpopulista confesional, con el muy
cristiano zar ortodoxo Putin al frente para envidia de sus émulos (excepción hecha de
polacos, ucranianos y bálticos, que llevan el odio a rusos y judíos en
su ADN) de la internacional ultraderechista europea.
En este escenario no
resulta sorprendente que el PSOE y el partido liberal francés de Macron (La República en Marcha) barajen
aliarse en defensa de una Europa abierta sobre la que pende un riesgo realmente existencial. Por desgracia, no se puede contar para ello con la izquierda populista y posmoderna, ese batiburrillo ideológico en el que tienen cabida desde simpatizantes de Castro y Maduro a nacionalistas periféricos, desde magufos y neoinquisidores a judeófobos y feministas islámicas (oxímoron solo superado por "negrura blanca" o "blancura negra"). El problema de esa izquierda, de la que es buen exponente el partido francés del nacionalpopulista madurista Jean-Luc Mélenchon (Francia Insumisa), es que se nutre del mismo caladero de votos que el nacionalpopulismo de derechas. De ahí que a veces parezca tener más cosas en común no solo con los bolivarianos latinoamericanos sino también con los Le Pen, Orban y compañía: el permanente halago al "bendito pueblo" (ya dijo Isaac Bashevis Singer: "No creo que adulando a las masas todo el tiempo logremos mucho"), la demonización del proyecto integrador de la Unión Europea, el rechazo sin matices a la globalización (un fenómeno complejo que no solo tiene una cara negativa) y el reforzamiento de las fronteras nacionales ("No hay ejemplo en el mundo de país que haya suprimido una frontera. Esta idea solo existe en algún salón izquierdista o democristiano-liberal", afirma Mélenchon al diario El País). Para ser justos, debo añadir que son antirracistas, laicistas y no tienen problemas con el colectivo LGTB. ¡Ya solo faltaría!
Es verdad que la globalización y la fuerte crisis económica han dejado un escenario socioeconómico polarizado, con ganadores y perdedores. Y que los Estados no han sido capaces de compensar a estos últimos (en parte, por los recortes presupuestarios y el detraimiento de recursos para salvar a la banca), de reparar con suficiente pegamento político las grietas abiertas en sociedades que se precian con razón de ser las más avanzadas del mundo. La UE tampoco ha podido ayudar al respecto, al carecer de suficiente músculo fiscal: pese a haber una moneda única, la unión económica (con un presupuesto único, una unión bancaria y una deuda comunitarizada) sigue siendo una asignatura pendiente. Europa no ha logrado recolocarse satisfactoriamente en el nuevo tablero económico mundial, marcado por la creciente competencia de China, India y otros países emergentes. Esa reubicación, que ha de basarse necesariamente en la economía del conocimiento, es fundamental para mantener un Estado del bienestar que es seña de identidad de los países centrales del continente. Es lógico que haya mucha gente con miedo, temerosa de perder su trabajo, de no llegar a fin de mes, de quedarse desprotegida, de ver esfumada su pensión y desmantelados los servicios públicos... Ante este panorama de incertidumbre, los partidos políticos tradicionales no han ofrecido una respuesta clara y adecuada al electorado. Desde luego, la solución no es menos Europa sino todo lo contrario: avanzar hacia una sólida unión política. Pero esto hay que explicárselo bien a los ciudadanos, como nunca se ha cansado de hacer (y, además, brillantemente) nuestro actual ministro de Exteriores Josep Borrell.
También es cierto que la izquierda ha cometido errores como subestimar todo lo relacionado con la seguridad ciudadana (en España sale gratis hurtar la cartera en el metro o forzar la puerta de tu casa para cambiar la cerradura y quedarse a vivir en ella unos añitos a tu costa, y matar a alguien suele saldarse con menos de un decenio en prisión), no advertir los
riesgos del multiculturalismo ingenuo (en países como el Reino Unido, Bélgica, Francia o Suecia se han consolidado auténticos guetos, convertidos en canteras del terrorismo islamista) y doblar la cerviz ante la ultracorrección política en cuestiones relacionadas con la violencia de género o la inmigración (¿por que no se puede hablar de denuncias falsas por agresiones machistas -que en España no son, ni por asomo, el 0,01%- o constatar que hay culturas más violentas que otras?). Eso le ha enajenado muchos apoyos de las clases populares, más inclinadas a votar a nacionalpopulistas (todavía en España es minoritario ese respaldo, no tanto en Gran Bretaña o Francia) que al menos parecen ver lo mismo que ellos y llaman a veces a las cosas por su nombre. Unas clases populares que se han sentido ninguneadas por políticos considerados elitistas, que no hablan su mismo lenguaje y dan la impresión de vivir en otro mundo.
Pero hay asimismo una corresponsabilidad ciudadana, por haberse desentendido de la política creyendo que no le iba nada en ello o que la democracia es algo tan natural como el aire que respiramos, por perder la memoria histórica (hace solo 75 años, Europa era un continente en ruinas), por pensar que podemos seguir viviendo igual pese a la amenaza de infarto ecológico. Acierta Josep Borrell cuando dice que no le puedes pedir a alguien preocupado por llegar a fin de mes que se preocupe de igual modo por el fin del mundo (por la catástrofe medioambiental que avanza sin pausa). Pero cometeríamos un error si creemos que "los de abajo" (usando terminología populista) son del todo inocentes. No es poca la gente de baja extracción social que tiene problemas para llegar a fin de mes por tener que pagar las letras de coches de alta gama, las cuotas del iPhone de más de 1.000 euros o las zapatillas de marca del niño para fardar en el cole. Sin negar la existencia de bolsas de pobreza, en Europa la miseria que más abunda es la cultural asociada al más grosero consumismo de usar y tirar. Hay que cambiar el modo de producir y de consumir. Uno de los grupos constituyentes de los "chalecos amarillos" en Francia son fitipaldis forocochistas soliviantados por la subida del precio del diésel, que encarece sus marchas de fines de semana por las carreteras del país vecino. Háblales del cambio climático... Aprovecho para dejar constancia de mis dudas de que las medidas necesarias para evitar el infarto ecológico sean compatibles con la democracia: sin algún tipo de epistocracia veo imposible parar la catástrofe.
No hay soluciones fáciles a nada en política. Populistas de uno y otro signo venden la idea contraria a sus votantes, empleando la retórica de "los de arriba y los de abajo" o la de "los de aquí y los de fuera". Y recurriendo a la baza del identitarismo, que siempre cotiza al alza en tiempos de crisis. Detrás del nacionalpopulismo de derechas hay gente no muy "de abajo" como Putin, Trump, su exmentor Steve Bannon (ahora empeñado en crear desde Italia una internacional nacionalista -otro curioso oxímoron- en Europa) y los sectores más reaccionarios de la Iglesia católica (conjurados contra el papa Francisco). A base de manipulaciones y mentiras, esta gente ya ha conseguido acceder al poder en varios países europeos, montar el surrealista lío del Brexit y poner a sendos orcos en las presidencias de EE.UU. y Brasil. Vean el interesante documental de abajo para conocer mejor sus ilusionantes proyectos. El fascismo de entreguerras todavía proyecta su sombra sobre estos comienzos del tercer milenio. Ojalá que sean solo fantasmas. Dependerá en buena medida de nuestro voto.