Tras hacer la compra en el supermercado, abandoné el garaje del centro comercial por una salida diferente a la de siempre. Esto suponía salir a la superficie por una calle perpendicular a la habitual. Al cabo de unos 150 metros, tras haber doblado la esquina, pasé con el coche por delante de la otra salida. Pensé: si hubiera tomado ésta, mi coche estaría ahora mismo algo más adelantado, quizá ya en el paso de peatones junto a la rotonda, por donde cruzaba en ese momento una mujer.
Fue un acontecimiento trivial fruto de una decisión no menos trivial. Pero supe que los hilos con que se teje la historia universal no eran los mismos al salir por un lado en vez de por el otro. No era necesario haber atropellado a la mujer del paso de peatones (o haberlo evitado) como consecuencia de tomar la salida infrecuente: la diferente ruta modificaba ligeramente los movimientos de los actores desplegados en el espacio-tiempo, lo suficiente como para tener un impacto global significativo. Mi coche ya no pasaría por los distintos hitos de la carretera de vuelta a casa en el mismo instante en que lo hubiese hecho de haber tomado la otra salida, lo que necesariamente condicionaba el curso de los acontecimientos a lo largo de todo el recorrido e incluso más allá de éste a causa de innumerables ramificaciones (por ejemplo, una persona que no hubiera logrado cruzar la calle diez minutos después -por el paso de varios coches seguidos, entre ellos el mío adelantado-, podría haber decidido pararse a hacer una llamada telefónica, con lo que hubiera ejercido de correa transmisora no local al influir -¡y a saber cómo!- en los movimientos de un receptor que acaso estuviese en el baño, conduciendo o en una reunión importante).
Sentí como si hubiese empujado con mi voluntad una ficha de dominó contra una de las dos hileras enormes de piezas dispuestas en aquel momento ante mí sobre el tablero cósmico (ojo: puede que no hubiese opción y todo estuviera programado desde el big bang para que saliera del centro comercial por donde lo hice). Entonces recordé una reciente entrevista al biólogo Richard Dawkins en la que sostenía que ninguno de nosotros estaría aquí de no haber existido Hitler y de no haber habido una Segunda Guerra Mundial (ya con esas -y esto lo añado yo-, de no haber existido Alejandro Magno y no haber derrotado Roma a Cartago). ¡Y es que tenía razón! La Segunda Guerra Mundial no solo mató a 60 millones de personas sino que afectó a cientos de millones más cuyos movimientos sobre el tablero espacio-temporal hubiesen sido otros que, con absoluta certeza, no habrían conducido a nuestro nacimiento (hay que tener presente que la concepción es fruto de la llegada de solo uno de varios cientos de millones de espermatozoides).
Como decía Dawkins, si el padre de Hitler se hubiese movido ligeramente -a causa, por ejemplo, de un ladrido de perro- antes de eyacular dentro de su esposa, Adolf no hubiese nacido (lo hubiera hecho otro muy parecido, pero no él). Y si Adolf Hitler no hubiese nacido, seguramente no hubiera habido una guerra como la acaecida entre 1939 y 1945 (por mucho que el pensamiento marxista subraye la importancia de las razones socioeconómicas de fondo, de los llamados elementos infraestructurales). Porque no hay nada determinado, porque las cosas pudieron haber seguido otro camino en 1939 (incluso antes, ya que Alemania pudo haber sido un Estado comunista en 1933 sin el factor nazi): una guerra más corta y menos cruenta, un pacto de última hora que la evitase, un mantenimiento del statu quo durante unos años más para luego acabar estallando el conflicto con más violencia si cabe (incluso con armas nucleares detonadas en Europa)....
En esta misma línea, Dawkins hace que nos remontemos 195 millones de años en el tiempo para ser conscientes de un hipotético suceso no descartable: el estornudo de un dinosaurio que se disponía a matar y comerse al individuo antecesor de todos los mamíferos (del que todos los humanos, cerdos, murciélagos y ballenas procedemos); sin ese estornudo, que habría permitido la huida de su víctima, yo no estaría escribiendo esto ni tú -amable lector- leyéndolo. Piénsalo cada vez que tomes alguna decisión, por corriente que parezca.
Observación pedante: hace 195 millones de años, los mamíferos (o similares) estaban lo bastante diversificados como para que el almuerzo de un dinosaurio no afectase demasiado al destino de esa clase de animales.
ResponderEliminarYendo al meollo de tu artículo, creo que sobreestimas el potencial de los sucesos individuales. Sin Hitler, seguramente la Historia hubiera sido distinta, pero seguramente no tan diferente. El problema es que no podemos hacer el experimento. Pero... sí que tenemos experimentos naturales que sugieren que la Historia no depende demasiado de los sucesos singulares. Por ejemplo, tenemos registro de las distintas civilizaciones que surgieron en el Neolítico de forma independiente, y en todas ellas hay desarrollos similares. O las religiones/filosofías eurasiáticas (taoísmo, budismo, confucianismo, filosofía griega), que surgen todas ellas en un periodo de tiempo casi simultáneo y de forma independiente... hay leyes sociales muy sutiles que aún desconocemos.
El problema es que las personas queremos darnos más importancia de la que realmente tenemos. La creencia en la relevancia de Hitler en el fondo es el espejo de la búsqueda de nuestra propia relevancia.
Un pequeño cambio modifica todo el tablero, Jomis. Es teoría del caos. Y no veo por qué no se puede aplicar a fenómenos sociales.
ResponderEliminarImagino que sí que se puede aplicar a fenómenos sociales, pero no veo que eso invalide lo que sostiene Jomis. Entiendo que son las (casi) infinitas circunstancias y sucesos precedentes los que determinan lo que tiene que suceder. Entonces, un suceso aislado no debería ser tan crítico, en un contexto que ya de por sí apunta en una dirección. El de la civilizaciones neolíticas inconexas es un buen ejemplo.
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