-... por lo que, en resumidas cuentas, no debe haber más guía válida en nuestras vidas que la de la razón, la única que auxilia a los hombres de corazón fuerte y mente clara, a los hombres con mayúsculas. Gracias a todos por vuestra asistencia.
Una salva de aplausos tronó en el salón de actos de la facultad. El profesor Galíndez se vio en un instante rodeado de una entusiasta turba de alumnos: unos se permitían exponer alguna duda; los menos, apostillar el discurso del brillante catedrático de Ética; la mayoría, sin embargo, se conformaba con un autógrafo o la simple cercanía física a tan egregio y reputado intelectual.
-Un discurso muy coherente y compacto, profesor -señalaba un cuarto de hora después, copa de cava en mano, el decano de la facultad.
-He querido inculcar a los chavales -explicó Galíndez, posando la mano que no sostenía el cava en el hombro casposo del decano -la necesidad de seguir aferrados al valor sagrado de la razón en estos tiempos tan proclives a lo irracional, a la vuelta a creencias acientíficas. No podemos arrojar por la borda toda esa lucha de siglos por el establecimiento del imperio de la razón. No, mi querido decano.
-Usted siempre tan lúcido y brillante -sentenció el decano con una sonrisa servil antes de apurar su primer vaso de espumoso.
Dos horas después, absolutamente ebrio, el profesor Galíndez se aprestaba a tomar un taxi para volver a su hotel. Era ya noche cerrada.
-Al Hotel Santa Catalina, por favor -dijo tras instalarse a duras penas en la parte de atrás del automóvil. La cabeza le daba vueltas. Abrió la ventanilla para sentir algo de fresco. -Aquí en las islas se vive muy bien, ¿verdad que sí? -inquirió con voz quebrada. -¿verdad?.
-Todo depende de si uno es un hombre o no -respondió el taxista, dándose la vuelta.
Galíndez observó con regocijo la estrambótica cara de aquel individuo, pero muy pronto la diversión se trocó en preocupación y, más tarde, en horrendo pánico.
-¿Qué está ocurriendo?, ¿qué me pasa? ¡Quiero bajarme! -gritó transido de pavor.
-Aún no hemos llegado -informó el taxista, volviendo a mirar hacia atrás.
Las circunvalaciones cerebrales del profesor registraban una frenética actividad: "Pensemos, razonemos. Ante todo, tranquilidad. Todas las cosas tienen una explicación racional. Este hombre tiene, sin lugar a dudas, el rostro de un équido; al menos así me parece. Claro, que es por completo imposible que esta visión sea real: lo que ocurre es que yo he bebido demasiado esta noche y me imagino cosas disparatadas. ¡Ay, el cerebro!: bien lubricado de alcohol o de cualquier otra droga, qué cosas más absurdas y grotescas nos pone ante los ojos... Debería beber menos, sí".
Galíndez se estiró y procuró relajarse. El taxi proseguía su camino por la avenida marítima. El puerto era una constelación de luces.
-Qué noche más agradable -volvió a señalar tras un par de minutos de silencio.
-Ya le digo -de nuevo el taxista le mostró su hocico negro, su potente dentadura y sus grandes orejas equinas-, depende de si uno es hombre o no.
"¡Qué juguetona está esta noche mi mente!", dijo para sus adentros el profesor. "Bueno, pero al fin y al cabo éste puede ser un juego divertido".
-¿Y usted qué es, hombre o ...? -se atrevió a preguntar.
-Soy un caballo, un caballo con el cuerpo y la inteligencia de un hombre, ¿a qué nunca ha conocido a nadie como yo?.
-No, no, qué va... Y menos en el gremio del taxi -respondió divertido.
-Tengo la impresión de que me está usted tomando a broma, ¿me equivoco?.
-En absoluto, caballero. Perdón, caballo... -Galíndez no pudo reprimir una sonora carcajada. No podía imaginarse que segundos más tarde una abundante y repentina micción mancharía sus pantalones. El taxista equino soltó un rebuzno estremecedor y pisó el acelerador a fondo. A una velocidad de vértigo, el coche se saltó un semáforo en rojo y se metió en dirección prohibida. Con la entrepierna mojada y los pelos de punta, el catedrático imploró piedad:
-¡Nos vamos a matar, por Dios, nos vamos a matar!...
... Galíndez se sintió traspasado a otro lugar. No sentía ningún dolor, sólo un ligero mareo y cierto escozor anal. Estaba en medio de una pradera plagada de flores. Varias personas con túnicas blancas paseaban apaciblemente. Alguien se aferraba a sus caderas con furia: el escozor era cada vez más molesto. No tardó entonces en descubrir que se encontraba desnudo, hincado de rodillas sobre el suelo y sodomizado por un individuo calvo de raza negra y complexión robusta. Intentó zafarse, pero no pudo evitar que aquel sujeto culminara con éxito su tarea. Apesadumbrado, el profesor se dejó caer boca abajo sobre la hierba. Creyó haber perdido el juicio. Dos mujeres enfundadas en túnicas blancas se le acercaron y le ayudaron a incorporarse. Una de ellas le hizo una reverencia y le palpó las sienes.
-Has pasado a formar parte de la Iglesia de los Actores del Eterno Tránsito. Ahora eres uno más entre nosotros -dijo la otra mujer entregándole una túnica y un par de sandalias. -Recibe esta prenda y este calzado como dispone el Hermano Mayor para todos los iniciados. Ahora, vístete como uno más y ven a conocer con nosotras al Hermano Mayor. Luego podrás comer e iniciar tu nueva vida como Actor del Eterno Tránsito.
Galíndez, alucinado y con el ánimo deshecho, se puso la túnica y las sandalias y se dejó llevar por las dos mujeres. Tras caminar unos quince minutos, en los que fue incapaz de articular una sola reflexión, llegaron a una gran mansión azul rodeada de jardines. A un lado pudo observar una piscina en la que mujeres desnudas se bañaban sin ningún pudor. Traspasaron una formidable puerta custodiada por dos fornidos mulatos igualmente desnudos y, una vez dentro, varias estancias y escaleras hasta arribar al lugar donde se encontraba el Hermano Mayor. Sentado en una hamaca que parecía de cristal, y rodeado de bellas mujeres de todas las razas -todas ellas tal cual vinieron al mundo-, el Hermano Mayor, un hombre joven de barbas rubias que lucía una túnica celeste, apagaba su sed con un extraño brebaje.
-Hermano Mayor, aquí tenéis al nuevo hermano -dijeron al unísono, antes de abandonar la estancia, las dos mujeres que le acompañaron.
-Vuestro nombre será Hiyutu. Bienvenido a nuestra Iglesia, querido hermano Hiyutu -el Hermano Mayor le miró de arriba abajo y, tras dar una palmadita en el culo a una bella oriental de su harén, dio un trago a su bebida.
-¿Qué significa esto, que Hiyutu ni qué pollas en vinagre?, ¿qué burla es ésta? -reaccionó furioso Galíndez.
El Hermano Mayor clavó sus ojos grises en los del catedrático. Las mujeres que le flanqueaban exhibieron un gesto de desaprobación y disgusto.
-¡No se os ocurra jamás volver a decir semejantes cosas en presencia mía y en este sagrado lugar si no queréis que la ira del Gran Generador se descargue sobre vuestro ridículo traje carnal!, ¿me habéis oído bien, hermano Hiyutu? -el Hermano Mayor posó su vaso con violencia sobre la mesa.
Galíndez perdió los estribos. Como un poseso se arrojó sobre el Hermano Mayor para estrangularlo. Ciego de ira, apretaba febrilmente el pescuezo de aquel personaje. Las jóvenes gritaban presas de la histeria.
-¡Te voy a matar!, ¡te voy a matar, hijo de la gran puta! -gritaba desaforado el profesor...
... -Profesor, por favor, profesor... -el rector de la Universidad de Jaramillo pugnaba por evitar que el catedrático acabara con la vida de tan alto dignatario. El revuelo era enorme en la sala de audiencias del palacio. Un ujier logró al fin reducir el enajenado erudito. Los fotógrafos y cámaras de televisión recogían con alborozo aquel insólito trance. El decano de Fisioterapia le propinó a Galíndez un bofetón que le hizo volver a la realidad. Con los ojos fuera de las órbitas, acertó a ver al Monarca -que respiraba aún con dificultad, rojo como un tomate-, a su esposa la Reina, al ministro de Cultura, al rector y los decanos, al Consejo Social en pleno... Todos estaban consternados. El rector vacilaba cabizbajo, incapaz de entender las razones de aquella absurda agresión...
... -Y yo aún soy incapaz de dar una respuesta coherente y compatible con la razón a aquellos sucesos de la pasada década que me sumieron durante años en una horrible y larga pesadilla... -el ex catedrático Galíndez, muy desmejorado por el paso del tiempo y el durísimo tratamiento psiquiátrico, tomó, antes de proseguir, un sorbo del vaso de agua que tenía frente a su mesa. -Aún así, sigo proclamando la superioridad intrínseca de la razón frente a cualquier otro método de abordaje de la realidad. Muchas gracias a todos.
Mientras se sucedían los emocionados aplausos al entrañable ex profesor, un joven que escuchaba la conferencia en la última fila de butacas se levantó y se dirigió resuelto hacia el estrado. Galíndez observó con pavor su rostro caballar.
-El próximo día 14 no debéis pasar por alto la gran verbena de disfraces de Carnaval en Políticas. Estáis todos invitados.
Galíndez no pudo escuchar completo el mensaje del dinámico representante estudiantil: su maltrecho corazón había dejado de latir.
Excelente, a lo Vargas LLosa, situando la acción en nuestro vetusto Parque de Santa Catalina.
ResponderEliminarArre, caballo, que vas bien encaminado...
Pues sí, esta grotesca historia y "El sueño del celta" comparten el escenario por donde se movía doña Lolita Pluma (por donde se mueve, porque el tiempo solo fluye en nuestra mente)...
ResponderEliminarAgradezco especialmente el comentario por venir de quien viene, alguien muy bien amaestrado en esto de leer... y de escribir (por cierto, caballero, esperamos su nueva obra)