miércoles, 7 de noviembre de 2018

El irritante culto de Pérez-Reverte al tip(ej)o duro


De entrada quiero decir que Arturo Pérez-Reverte me cae bien (lo cierto es que me resulta igual de simpático su odiado -el sentimiento es recíproco- Iñaki Anasagasti). Coincido con él en que los perros son generalmente mejores que los humanos, en que reyes y curas han tenido mucho que ver con el retraso de España y en que aquí hay bastante cabrón (aunque ni más ni menos que en cualquier otro lado), mucho ignorante y demasiado mamoneo. También suscribo su indignación por la corrección política llevada a extremos estúpidos, un trastorno que aqueja a cierta izquierda. Ya de paso, me gustó mucho su novela El pintor de batallas.

Pero no comulgo con el escritor cartagenero en su visión hidalgo-rancia de la vida, en esa preocupación a mi juicio ridícula por la "clase", el buen vestir y las apariencias (tuve hace unos años un choque con él en Twitter a cuenta de un artículo suyo sobre ir en chanclas al Parlamento). Y lo que más me irrita de su pensamiento es la declarada admiración por los hijos de puta listillos a la par que valientes, descarados y encantadores del tipo de Falcó, el protagonista de su última serie de novelas, un chulo de manual que va precisamente como un pincel y se conduce con la soltura y elegancia de todo un "señor" por la convulsa España y Europa de los años 30.

Falcó es un personaje literario, pero Pérez-Reverte reconoce que le atrae ese tipo humano. Los asesinos a sueldo, los buscavidas sin escrúpulos, los desaprensivos de toda condición, sobran en este mundo (mejor dicho, sobran más allá de las cuatro paredes de una cárcel). Por mucha simpatía y humor que exhiban, por mucho encanto y dotes de seducción que desplieguen ante hombres y mujeres, por muy bien que cuiden la raya del pelo y la del pantalón. Falcó no es un sádico, ya que no disfruta matando, pero sí un psicópata o al menos un tipejo con la empatía en suspenso: mata sin escrúpulos sencillamente porque ese es su trabajo. Dice Pérez-Reverte en una entrevista con Pepa Fernández que esta gente no tiene problemas para justificarse. En eso consiste ser un psicópata: en no sentir compasión alguna por tus víctimas y dormir de un tirón sin cargo de conciencia, como un niño pequeño.

A Falcó le importa un huevo la política, carece de ideología, le da igual unos que otros: lo que quiere saber es a quién hay que matar para seguir cobrando. Podría trabajar igual al servicio de la República que para Franco, a sueldo de Hitler o de Stalin, de chetnik o de ustacha, matando blancos en Zimbabue o negros en la Sudáfrica del apartheid. Por mucho glamour de malote que posea, este personaje no tiene maldita gracia más allá de las páginas de una novela (ahí sí puede ser muy divertido, no lo niego). Desde luego, yo no seré quien ría las ocurrencias en el mundo real a los Falcós. Porque tipos "duros" como ese, así como los que los utilizan y quienes los admiran, los justifican o callan ante sus excesos, son responsables o corresponsables de buena parte del dolor de la humanidad desde que empezamos a ser algo más que monos (aunque lleva razón Arturo al afirmar que quienes suelen sacar las castañas del fuego en situaciones extremas son también esos individuos, no los epistemólogos, medievalistas o profesores de griego antiguo). Muchos nos quedamos con las buenas personas (intuyo que Pérez-Reverte lo es). Aunque estas sean menos glamurosas, lleven los pantalones caídos o vayan en chanclas a un parlamento.

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