(extracto de El último dodo, 2010)
Me encontré a Isabel en el vestíbulo. Venía a entregar algún
trabajo. Estaba hablando con Paco acerca del sentido de la vida,
extraña conversación a las diez de la mañana de un martes de julio
con el telón de fondo de una pegadiza canción de Tom Jones en el
hilo musical. Me sumé a la conversación preguntando qué sentido
objetivo tenía la vida de un felino, por poner un ejemplo. Entonces
Isabel dijo sonriente que los gatos habían venido al mundo
precisamente para hacer compañía a nuestro telefonista. De
inmediato me di cuenta de que éste acusó como un golpe ese
comentario, dicho con absoluta ingenuidad -incluso con algo de
afecto- y detrás del cual no había ni por asomo intento alguno de
burla. Me sentí muy apurado. Paco se irguió detrás de la
mesa-barra de la recepción, con una sonrisa de circunstancias en la
que podía adivinarse la mella causada en su autoestima. “Oye, que
yo no sólo me hago acompañar por gatos”, dijo con su castizo
acento madrileño. Supongo que insinuaba que también se codeaba con
alguna mujer de vez en cuando. Lo cierto es que tiene más de
cuarenta años, vive solo con sus dos gatos y no se le conoce pareja.
Pero todos sabemos que le gustan mucho las tías. Instalado en su
puesto en la recepción, suele ofrecer sus mejores atenciones a las
chicas jóvenes que vienen a entregar/recoger trabajos o a cobrar.
Ayer mismo, al salir a la calle a las tres, se mordió los labios y
resopló al observar el soberbio culo de una que iba delante de
nosotros. Me acordé del día que me invitó a su casa a ver un
partido de fútbol de la selección (era el mundial de Corea y
Japón). Preparó unos sencillos canapés, abrió una lata de frutos
secos y sacó de la nevera varias latas de cerveza. Mientras
seguíamos atentamente el encuentro, sus gatos campaban a sus anchas
por el piso, maullando y dando brincos. “Estaos quietos ya,
cabrones”, dijo con gesto agrio tras encajar España un gol.
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