Dentro de la UE los ciudadanos viven con zozobra la crisis económica, los recortes y el progresivo desmantelamiento del Estado del bienestar, lo que les hace prestar oídos a las respuestas simplonas de populistas y extremistas que apuntan al otro, por lo general al extranjero, como el culpable. En tiempos de tribulaciones cotizan al alza el nacionalismo y el integrismo religioso, que en realidad forman parte del mismo paquete: los neofascistas de países como Francia, Hungría o Croacia son tan ultranacionalistas y xenófobos como fieles católicos.
Es innegable que el multiculturalismo mal entendido -lo que yo prefiero llamar multiinculturalismo- ha dado alas a los ultras ante el silencio biempensante de la izquierda e incluso de la derecha moderada en los países donde impera una mayor corrección política (que son, por cierto, los más civilizados): ese silencio consiste en no plantear la problemática inserción por razones culturales y/o religiosas de algunas comunidades de inmigrantes. Los rumanos de etnia gitana que vienen a España, Italia o Francia suelen ser fuente de conflictividad en los barrios donde se establecen (quien lo niegue o es un ignorante o está mintiendo, dejando el discurso en bandeja a los ultraderechistas), en los que no viven precisamente pijos o hipsters. Y las comunidades de inmigrantes musulmanes no han terminado de integrarse al portar consigo valores que entran en conflicto con el ideario político de la Unión Europea: laicidad, igualdad de la mujer y tolerancia con las preferencias sexuales de cada uno (dentro de la UE ya sabemos que hay diferencias, sobre todo en los países donde la religión tiene aún cierta importancia como Polonia, España o Italia).
Las instituciones deben buscar una solución integradora, pero eso no quita que los propios rumanos gitanos tengan que hacer algo por sí mismos (para empezar, permitir la educación de sus hijos e hijas y dejar de casar a éstas con trece años) y que todos los inmigrantes extraeuropeos asuman como innegociables la laicidad de los Estados, la igualdad de las mujeres (y su derecho a no ser mutiladas genitalmente en la infancia, como es tradición en algunos países africanos) y los derechos de los homosexuales. Si no encontramos un remedio inteligente a esto, si solo nos quedamos en la ilusa visión beatífica de la inmigración, solo estaremos reforzando a los fundamentalistas religiosos de un extremo y a los ultraderechistas del otro. Lo viene diciendo la somalí Ayaan Hirsi Ali desde hace años: conviene escuchar a esta admirable mujer, que se ha convertido en una pensadora incómoda para la izquierda más tradicional, ortodoxa e incluso simplona.
Hay un factor que nadie contempla y considero importante: el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial ya casi no existe, puesto que los testigos más jóvenes que la vivieron con uso de razón tienen ahora al menos 80 años. Se ha perdido la memoria, el primer paso para volver a repetir los errores del pasado. Si no cuidamos bien nuestra casa europea y dejamos que se pudra la democracia en cada uno de sus países (por imperfecta que ésta sea), cualquier escenario siniestro es posible. Recordémoslo siempre: ¡somos primates, no ángeles! Y no hay conquistas sociales o políticas definitivas: todo se puede derrumbar como un castillo de naipes, destruir es mucho más fácil que construir.
Si miramos ahora dentro de España, el panorama no es mejor. El mismo día de las elecciones en las que cosechó cinco eurodiputados, Iglesias dijo algo que tenia un inquietante tufo populista y nacionalista: "No queremos ser una colonia de Alemania". Alimentaba con ello esa ridícula sospecha popular, con fondo conspiranoico, de que los alemanes son culpables de nuestra desgracia. Sin negar los efectos de la crisis financiera internacional, debemos reconocer que nosotros mismos somos en buena medida responsables por haber permitido la brutal especulación inmobiliaria -e incluso habernos beneficiado de ella, unos más que otros- y el consiguiente destrozo salvaje de nuestros paisajes. Somos culpables por votar a corruptos, incompetentes e impresentables, por entregarnos hasta el estallido de la burbuja al consumismo y el derroche más obscenos, por primar el amiguismo sobre el mérito y la telebasura sobre la educación, por escaquearnos diariamente en el curro (no pocas veces fruto de un enchufe en alguna administración pública) o salir al paso con una chapuza, por conducir como desalmados y arrojar botes de refresco desde el coche en marcha (anteayer fui testigo de ello), por no apagar las luces del baño de la oficina tras usarlo y no pisar nunca un Punto Limpio, por decir que el hotel de El Algarrobico está muy bien porque "allí solo hay jarimoña, esparto, alacranes y serpientes (...) ¿qué ecosistema: na' más que ese?)". Nuestra culpa tiene mucho que ver con nuestra cultura, valores e instituciones, con ese sórdido mosaico neofranquista que tan bien retrata Rafael Chirbes en su novela En la orilla. Hagamos más autocrítica y no echemos balones fuera: que si el capitalismo, que si el neoliberalismo...
Dentro de España, por si fuera poco, tenemos la inminente amenaza secesionista de Cataluña. La eventual independencia catalana es algo que muchos analistas descartan irresponsablemente, pero -al margen de que ésta sea políticamente viable o no, económicamente disparatada o no- es una posibilidad no descartable dado el clima político instalado en el Principado. Va a ser difícil que los nacionalistas más esencialistas -los más extremistas y menos pragmáticos (ERC)- se bajen ahora alegremente del burro de la secesión: la fecha de 2015 se cierne sobre nosotros con muchas más sombras e incógnitas de las que algunos quieren ver.
En fin, que más allá de un escenario electoral diferente como el que parece apuntarse tras el 25-M, estamos necesitados de un cambio cultural profundo: tanto aquí como en toda Europa y el resto del mundo. No basta con transformar o regenerar las instituciones, no basta con frenar los excesos del capitalismo (poniendo firmes a las empresas y poderosos con loables iniciativas como la economía del bien común) o incluso plantarle cara (una tarea que solo puede emprenderse con posibilidades de éxito a nivel internacional). Hay que superar nacionalismos y localismos, liberar la conciencia del yugo religioso (esta asignatura la tenemos casi aprobada en Europa), ser más austeros y respetuosos con el medio ambiente y nuestros compañeros de viaje no humanos, ser más cooperativos que competitivos, valorar más el silencio reflexivo, el tiempo libre y las relaciones personales y menos las posesiones materiales... Pero esos cambios no se fraguan en el corto plazo: lo que cosechemos ahora no lo recogeremos hasta dentro de un tiempo. Lo peor no es ese retardo, ya que me temo que dichas transformaciones no se pondrán en marcha hasta que nos llegue finalmente el agua al cuello (algo que con el cambio climático es una posibilidad nada metafórica). Más vale que nos vayamos preparando. Y perdón por aguarles -¡nunca mejor dicho!- la fiesta.
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