domingo, 24 de febrero de 2013

Tarde de almendros floridos


Los almendros habían empezado a florecer. El aire tibio le acariciaba la cara y el cuello, alborotaba ligero sus cabellos, besaba sus ojos con mimo. El cielo era de un azul limpísimo. Era joven y estaba con ella en esa tarde tan plácida que se deshojaba en minutos interminables, junto al arroyo de aguas mansas que capturaba su alegría para llevársela multiplicada hasta el río y el mar, para llenar con ella los océanos y proyectarla a toda la tierra y el techo celeste y derramarla a velocidades hiperlumínicas hacia todos los confines del frío y negro espacio infinito. Cerraba los ojos agarrado a su mano, sintiendo el arrullo del agua y el zumbido de los abejorros, abarcando el universo entero y sacudido por un estremecimiento que se atrevía a llamar felicidad. Esa misma noche, con los almendros ya en tinieblas, ella le dijo que todo debía acabar entre ellos.

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