lunes, 7 de enero de 2013

Viajar es un placer sensual

Desde pequeño me ha fascinado todo lo relacionado con los viajes. Recuerdo con emoción la primera vez que entré en territorio extranjero, en abril de 1982, al cruzar en autobús la frontera de La Jonquera (solo unos días antes, Barcelona había sido mi primera toma de contacto con la península Ibérica y el continente europeo). Aquel fue el viaje de fin de curso de 8º de EGB, a mis catorce años, con los compañeros del Colegio Claret de Tamaraceite. Fuimos a Francia e Italia, donde tuvimos la oportunidad de asistir a la audiencia semanal del papa Juan Pablo II en la plaza de San Pedro (¡y le saqué una foto que conservo!). Yo ya había dejado de creer que las fronteras estaban marcadas con rayas sobre la tierra, visibles desde un avión (y también que si te tirabas al océano desde 9.000 metros solo te darías si acaso un barrigazo, lo cual me tranquilizaba mucho).

Los olores de los lugares, sus árboles, sus campos y sus cielos, las personas viviendo su cotidianidad (algunas de ellas, visibles tras las ventanas de sus casas), los carteles e indicaciones de pueblos, ciudades y carreteras... Todo eso era, y sigue siendo, maravilloso. Incluso los propios preparativos del viaje, aún en casa antes de partir. Por no hablar de las diferencias horarias en el destino o de bajarte del avión en un país del hemisferio sur (donde podías dirigirte a un baño para constatar que el agua abandona el desagüe en dirección contraria a la de la mitad norte de la Tierra). Por eso no entiendo a la gente que pudiendo viajar, por tener tiempo y dinero, no lo hace. Tiempo y dinero: lo primero más que lo segundo, ya que no hace falta gastar mucho para salir fuera.

Cuando tenía 22 años, en el verano de 1990, hice un recorrido en solitario por Europa con la tarjeta Interrail del que tendría que haber salido un libro sobre cómo viajar con un gasto mínimo desde Madrid hasta Atenas (el único lugar donde dormí en un sitio -una habitación de hotel junto a la plaza Omonia- que no fuese el propio tren o una estación) con regreso vía Amsterdam recorriendo en menos de tres semanas Francia, Suiza, Italia, la entonces Yugoslavia, Grecia, Hungría, Austria, Alemania, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Al año siguiente repetí Interrail con dos amigos, Adolfo y José María, esta vez gastando algo más por permitirnos el lujo de dormir en algunos albergues. En esta ocasión, además de repetir el paso por algunos países del año anterior (Francia, Suiza, Italia, Hungría, Austria, Alemania, Holanda y Bélgica), conocí Checoslovaquia (la bulliciosa Praga de dos años antes del divorcio de checos y eslovacos), Suecia, Dinamarca y Noruega. Por cierto, nuestra amistad sufrió su primera prueba de fuego (es cierto que no llegas a conocer bien a alguien hasta que viajas con él), con algún conato de agresión incluido. Jajajá...

Sobre el Danubio en Budapest (1991)


Y en el verano de 1993 marqué un hito en mi historial viajero: cruzar el océano Atlántico para pisar suelo americano. Con mi amigo José Miguel recorrimos en tres semanas a bordo de los autobuses Greyhound la costa este de los Estados Unidos, desde Boston hasta Key West o Cayo Hueso (a menos de 100 millas de la isla de Cuba). También subimos, por el norte, hasta Montreal (Québec, Canadá), una de las ciudades de las que guardo un mejor recuerdo. En el aeropuerto JFK de Nueva York, ya de vuelta, nos encontramos a un alumno del Colegio Claret que se haría el sueco durante todo el trayecto hasta Gran Canaria vía Madrid: fue la anécdota de cierre de un viaje en el que tuvimos la oportunidad de subirnos a las Torres Gemelas de Manhattan, a las que solo restaban ocho años de existencia, para observar desde allí arriba el hormigueo de los afanados peatones.

Otro jalón fue viajar en noviembre de 1999 al hemisferio sur, a un país tan espectacular como Brasil. Han sido hasta el presente los únicos días de noviembre primaverales de mi vida, repartidos entre São Paulo y Río de Janeiro (la ciudad más hermosa en la que he estado). Un domingo soleado anduve de norte a sur desde el aeropuerto nacional de la capital carioca hasta São Conrado, al pie de la enorme favela de Rocinha, pasando sucesivamente de una playa a otra (en el último tramo, algo arriesgado, sobre el muro pegado a la carretera que arrancaba pasado el Hotel Sheraton, por debajo de la favela de Vidigal). Tomar un agua de coco, sintiendo la brisa atlántica, en una terraza junto a la playa de Ipanema con mi amiga paulista Rosana es uno los instantes que resumen esa escapada.

En el verano de 2000 me tocó pisar suelo continental africano por vez primera: un miniviaje de pocos días por el norte de Marruecos, desde Tánger hasta Chaouen para regresar a la península vía Ceuta y de paso hacer una parada en Gibraltar. Allí conocí a Salva de Elche y Mariano de Gerindote, que también viajaban solos (Mariano, camino de verse con su novia marroquí), un encuentro del que daría testimonio en El último dodo. No he vuelto a saber nada de ellos, por cierto.

Luego vendrían Chile (2001) -en un otoñal abril, con Andrés y Alejandra de anfitriones de la mitad del viaje-, Turquía (2001), México (2002), India (2003) -de luna de miel- y Escocia (2003). En mi Canarias natal concluiría mi paso por todas las islas, exceptuando La Graciosa, tras mi viaje a La Gomera (1999) y El Hierro (2000): en la primera, acogido por José Miguel; en la segunda (mi isla preferida), con la sola compañía de una mochila y durmiendo al raso junto al mar. A todo ello hay que sumar mis desplazamientos por toda España -asignaturas pendientes son Melilla, Menorca, Ibiza y Formentera- y también por Portugal, además de dos estancias en Inglaterra sin un propósito turístico principal (dos semanas de 1994 en el barrio londinense de Deptford y dos meses y medio de 1998 en Walsall y Birmingham).

Este año se cumplen diez años desde mi última salida al extranjero (no incluyo mi escapada en coche de un par de horas, en 2009 con Samuel, a las portuguesas Monçao y Valença do Minho). ¡Juro por Heródoto que no tardaré en volver a salir ahí fuera! (aunque no sé cómo...).

6 comentarios:

  1. Modo enteradilla on: el giro del agua del desagüe no depende del hemisferio terrestre en el que te encuentres. Esto se decía para ilustrar un supuesto efecto de la fuerza de Coriolis - que es en realidad el efecto de observar algo desde la Tierra como sistema de referencia en rotación que es - pero no es cierto. La rotación de la Tierra no afecta en nada al agua que cae por el sumidero, y si viste que en el hemisferio sur lo hacía en el sentido contrario de las agujas del reloj, sería porque las tuberías tendrían acanaladuras de ese modo.

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  2. Nicolás, al margen de en qué sentido gire el agua por el desagüe, ¡¡¡llévame aunque sea de portamaletas!!!

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  3. Gracias por la corrección, Cristina (¡menuda cagada la mía!). Por cierto, tu último post (La pauta que conecta) es muy interesante.
    En cuanto a Rafael, pues más te vale no estar esperando como portamaletas mío, porque aunque juré que en 2013 volvería a viajar fuera no lo tengo nada claro (en fin, que era una figura literaria, jajaja). Por cierto, estoy básicamente de acuerdo con tu último post (Afirmaciones heréticas).

    ¡Un abrazo a los dos!

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  4. Hola Nico, comparto al 100% tu opinión de los viajes aunque sea mucho menos viajado que tú.
    Yo también disfruto con todo, los carteles en otro idioma, con la incomprensible carta de un bar o un restaurante, cualquier pequeña cosa me basta para gozarlo.
    Es cierto que desde que uno es padre,todo son dificultades para viajar, (¡bien que lo sé!). Como sabes, las pasadas vacaciones han sido las primeras en salir de isla desde que nació mi hijo el mayor (8 años). Ahora sí que el dinero es más importante porque un hombre solo (especialmente joven), puede dormir en cualquier sitio, pero con la familia...
    Bonita foto de ese interrail que recuerdo con tanto cariño. También recuerdo que la última frase que dijiste después de regresar a Las Palmas fue "creo que lo mejor será que no nos veamos por algún tiempo". Ja, ja, ja!!!

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  5. Pero tío, ¿Sao Paulo la ciudad más bonita que has visto?

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