Se acaban de cumplir dos decenios del estallido de la guerra en Bosnia-Herzegovina, iniciada con el brutal asedio de los nacionalistas serbios a Sarajevo. Todo acabó tres años después (1995), con un saldo de casi 100.000 muertos, gracias a una intervención militar de la OTAN que obligó a los líderes de las tres comunidades enfrentadas (serbios, croatas y bosnio-musulmanes) a firmar un acuerdo de paz bajo presión de Estados Unidos. El pasado sábado emitieron en Informe semanal un reportaje recordatorio de esta tragedia que revuelve las tripas y la conciencia por su extremada dureza (así son todas las guerras, por otra parte): esas imágenes me han impulsado a escribir este post.
En el verano de 1990, justo un año antes de que se reavivaran en Eslovenia (solo durante diez días) y Croacia los fuegos balcánicos apagados tras la Segunda Guerra Mundial, yo recorrí en tren de norte a sur la todavía Federación Yugoslava rumbo a Grecia. Tuve la oportunidad de charlar con un nacionalista croata en una plaza de Zagreb llena de mesas con propaganda independentista, y al día siguiente con un nacionalista serbio ya en el tren camino de Belgrado. El croata me habló del supuesto salvajismo secular de los serbios, a quienes se empeñaba en asociar con los turcos. La verdad es que no recuerdo mucho más de esa conversación. Sí tengo algo más fresca la que sostuve con el serbio, que se dedicó a relatarme el brutal genocidio cometido contra su etnia durante la Segunda Guerra Mundial por los fascistas croatas (ustacha) bendecidos por Hitler y Pío XII (algunos monjes franciscanos llegaron a participar de manera entusiasta en el degüello masivo de adultos y niños). Y aún tengo en la memoria el recuerdo de un simpático campesino de Sisak (no sé si serbio o croata), acompañado de su esposa e hijos, al que conocí también en el mismo tren. A veces me acuerdo de ese hombre, a saber qué le pasaría a él y su familia durante la guerra librada en territorio croata.
El detonante del desastre en la ex Yugoslavia fue sin duda el hundimiento de la economía -tomemos nota en España-, lo que alimentó los nacionalismos y aupó al poder, con la complicidad ignorante o interesada de buena parte de su población, a gobernantes fanáticos y sin escrúpulos como los ya fallecidos Slobodan Milosevic (quien por fortuna se despidió de la vida en una celda de La Haya) y Franjo Tudjman (quien por desgracia murió en la cama de un hospital croata y no en otra celda del Tribunal Penal Internacional). Un escenario de descomposición económica con unos políticos desalmados, un montón de gente embaucada a través de la televisión y las sacristías por esos líderes y sus homólogos religiosos, una memoria colectiva plagada de atrocidades y agravios étnicos, una comunidad internacional incapaz de intervenir con firmeza (con cada potencia defendiendo exclusivamente sus intereses) y, por supuesto, una reserva de hijos de puta (esos tipos que están siempre listos para torturar y matar por cualquier causa a quien sea) ni mayor ni menor que en España u otro país cualquiera del mundo: el cóctel yugoslavo contenía los ingredientes suficientes, bien engrasados por el nacionalismo (esa estúpida ideología inflamable abrazada por tantos partidos de nuestro país, incluidos los españolistas), para convertir aquello en un infierno. Y así fue. Más nos vale que por estos lares hayamos extraído alguna lección de aquella pesadilla, no sea que el futuro nos tenga deparada alguna sorpresa muy desagradable que no me atrevería a descartar conociendo la calidad de nuestro paisanaje.
Lo que me parece más terrible de esto es que por el influjo de canallas, se sacan presuntos agravios de hace tantos años que nadie conoce bien, para que personas como las que encontraste, que no son víctimas, encuentren una razón para matar a personas que no son verdugos. Y en medio, pueden liquidar a buena gente como ese simpático campesino que presentas.
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