Siempre que veo a militares desfilando me da la impresión de estar contemplando a un montón de primates ceñudos con ropa. A veces me viene incluso a la mente la inquietante imagen de hormigas-soldado (¿no será nuestra sociedad en el fondo un gigantesco hormiguero?). Soy incapaz de emocionarme ante lo que me parece un grotesco despliegue de virilidad confesional, donde se juntan -en el caso español- cabras, vírgenes, trapitos de colores, pechos de lobo, capellanes sobrealimentados y próceres de dudosa moralidad. Esa incapacidad debe ser algo bueno, ya que prueba que no soy ni un sensiblero (la sensiblería no tiene nada que ver con la sensibilidad) ni un hortera ni un facha.
Lo que más me choca es cuando se rinde tributo a los caídos por la patria. Entre los nuestros se cuentan esos pobres campesinos analfabetos utilizados como carne de cañón en las ya lejanas guerras de África, en defensa de una causa tan ajena a ellos como de interés para quienes allí les enviaban. Casi niños arrancados de sus madres para ser destripados en los años 10 y 20 del siglo pasado en las montañas rifeñas a manos de los más salvajes del lugar (antepasados de quienes se trajo Franco en 1936 para fumar hachís, rebanar cuellos y violar mujeres por Dios y por España).
Ojo: el mío no es un antimilitarismo simplón de manual izquierdista. Soy consciente de que tiene que haber ejércitos -como tiene que haber porteros de discoteca- por el mero hecho de que hay otros ejércitos (regulares o no) y un montón de idiotas en el exterior que estarían dispuestos a atacarnos si recibiesen la orden de sus correspondientes machos-alfa (por supuesto, en beneficio exclusivo de estos últimos). Lo cual es una garantía para los fabricantes de armas y los intermediarios y comisionistas que viven de tan boyante negocio. También soy consciente de que las fuerzas armadas desarrollan tareas importantes de protección civil. Y que se hacen necesarias en procesos de reconstrucción como, por ejemplo, el de Haití. Si los marines estadounidenses no estuviesen allí para proteger a la población de sí misma (de sus propios matones), aquello sería un infierno mucho peor de lo que ya es.
Por supuesto, en los ejércitos hay buena y mala gente, como en todas partes. Aunque pocos me negarán que en sus escalafones más bajos hay más personas dispuestas a partirte la cara por una nadería y menos propensas a leer a Schopenhauer que en otros colectivos sociales. En fin, las cosas de los guerreros.
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