La muerte de Steve Jobs ha tenido el impacto mediático que se esperaba. Ciertamente, ha desaparecido un genio, un visionario, un tipo que ha revolucionado la tecnología e incluso el ocio de las clases medias y altas de nuestro planeta. ¡Pero de ahí a beatificarlo, como han hecho tantos! Parece que se nos hubiese ido la madre Teresa de Calcuta, una persona entregada por completo a mitigar de manera desinteresada el sufrimiento de los más necesitados.
Dicen que Jobs era un tipo algo egocéntrico y un jefe de trato difícil, pero la intención de este post no es desacreditarlo sino todo lo contrario. Lo que quiero es alabarlo, además de por su espíritu de lucha y su entereza contra la adversidad, por algo tan sencillo como haber hecho bien su trabajo. Si todo el mundo hiciera bien el suyo, este mundo sería mucho más grato y amigable. Por ejemplo, a diferencia de otros productos de la competencia
bien conocidos (los del amigo Gates), los sistemas operativos de Apple
eran impermeables a los virus y casi nunca te dejaban en palanca
cerrándose abruptamente.
Esa seriedad profesional, esa meticulosidad en el plano laboral, era compatible con llevar vaqueros y zapatillas deportivas (ya solo por esto, yo lo veía con simpatía). Todo lo contrario de esos botarates trajeados y encorbatados que nos resultan tan familiares en el mundo hispánico, de manifiesta incapacidad para otra cosa que no sea calentar las poltronas (puestos en consejos de administración, cátedras, etc.) en las que se sientan.
Al escritor Albert Camus le preguntaron una vez maliciosamente qué había hecho él por el mundo, a lo que respondió: "No empeorarlo, lo cual ya es mucho". Jobs fue más allá de eso, y hay que agradecérselo.
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