Quienes buscan acercarse a la naturaleza del mal a través de la razón
(no de la religión) cometen quizá el error de recurrir más a la
Filosofía que a la Biología, una ciencia que podría aportar pistas más
valiosas. Dicho de otro modo, puede ser más útil a este respecto leer a
Darwin que a Savater (¡por no hablar de Santo Tomás de Aquino!).
La Biología nos dice que los seres vivos depredan en este planeta para obtener su
sustento desde hace al menos unos 2.700 millones de
años, cuando unas bacterias empezaron a fagocitar a otras al
agotarse el caldo primigenio de moléculas que había en el mar. Hace
más de 500 millones de años apareció el primer asesino macrófago:
quizá un platelminto (gusano plano) marino que envenenó y digirió
a alguna otra criatura marina. Así es la Naturaleza que conocemos, en la que no abunda la compasión y rige la ley del más fuerte o del más listo. O sea, el pez grande se come al pez chico. No debe ser muy diferente en otros lugares
donde haya prendido la vida.
Lo que entendemos por mal es la depredación aplicada entre seres humanos, no tanto para
sobrevivir como para disfrutar con el sometimiento o humillación de
otros o saciar a su costa nuestro hambre de poder, sexo o dinero. Mal también
sería la violencia ejercida contra los animales que hemos decidido
convencionalmente excluir de nuestro círculo depredador, caso de las
mascotas. Porque matar a palos a un galgo no cuenta con la misma
consideración moral que decapitar a un cerdo en una matanza. Al igual
que matar a un congénere no tiene la misma calificación moral que abatir a un ciervo en una montería.
Esto es así puesto que la moral es una mera invención humana para su
mejor autoconservación. Aunque disparar a
un ciervo por entretenimiento no deja de ser un crimen monstruoso para un nivel alto de conciencia.
La raíz del mal habría
que buscarla pues en nuestras profundidades genéticas, en la pasta de la
que estamos hechos: el mal está ya latente en los
primeros organismos vivos, programados para reproducirse a toda
costa. No es culpa de la humanidad ni del resto de los seres vivos estar
hechos de esa pasta, o que el agotamiento del caldo nutritivo
primigenio llevase un
día a las criaturas a la depredación: podríamos decir que allí
radica el pecado original (justificado, por cierto, porque no les
quedaba otra). Además, si la humanidad sobrevivió posteriormente como
especie fue no solo por su faceta social cooperativa sino también por
haber matado a
diestro y siniestro a sus predadores, presas y competidores. Es
innegable que la depredación siempre ha sido premiada evolutivamente.
Por tanto, detrás de un torturador, un violador o un asesino no
solo hay un sádico, un estúpido, un inconsciente o un psicópata, sino
millones de años de depredación y violencia. Es imposible desprenderse
de ese componente depredador -¡hasta ahora tan funcional!-, incrustado
en lo más profundo de nuestro ser. Que se manifieste en unos individuos
más que en otros depende de su predisposición genética y de factores ambientales como el entorno familiar y social, su educación, su historia personal, etc.
Por otra parte, es cierto que en nuestra herencia genética también
anida el bien. Y que la compasión ha arraigado no solo en los humanos
sino en otros seres vivos inteligentes. Está en nuestras manos
cultivarla.
Por último, ¿por qué el mundo tendría que estar siempre regido por las leyes de la depredación? ¿Por qué no podríamos
nosotros, con nuestra inteligencia, intentar cambiar sus reglas?
Quizá alguna civilización extraterrestre mucho más inteligente ya
lo haya hecho en su ámbito. Contra natura, por supuesto. Como debe ser.
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