"¡Me cago'n Dios!", Juan el Viejo aulló de dolor. Su pulgar izquierdo comenzó a adoptar el color del oxidado martillo. "Ya te vale, Juan", dijo a veinticinco metros Luis, brocha en mano, completamente embadurnado de pintura blanca. Equidistantes de ambos, Carmen López de Rodrigo-Mier y Adelina Río-Wollencraft Rato se contemplaron con gesto de desaprobación, cada una de ellas en su respectiva hamaca anatómica y protegidos sus ojos del despiadado sol por sendas gafas Ray-Lorain De Luxe. Adelina se incorporó ligeramente para exponer una parte de su cintura a los abrasadores rayos solares. "Vaya día, Luisito. ¿Sabes dónde me gustaría estar ahora?", dijo Juan el Viejo chupándose el dolorido dedo. "Sigue con lo tuyo, Juan, que a este ritmo no te va a dar tiempo de ver a la parienta esta noche", Luis proseguía fatigoso la pintura de una de las veinte vallas que días más tarde conducirían a lo más florido de las finanzas europeas al interior de lujosos stands de cristal esmerilado y suelo enmoquetado. "Maldito congreso ése de mierda, pero a mí nadie me priva hoy del revolcón con la coneja", Juan el Viejo, ya recuperado, volvió a martillear con furia los listones de madera que tenía frente a sus ojos. Carmen se quitó las gafas y compuso una mueca de infinito asco: "¡Qué gente, Dios mío!", musitó a su amiga, al tiempo compañera de aerobic, equitación y sevillanas, copartícipe en un fondo de inversión en valores de países emergentes e hija del mejor socio de su padre (quien entabló tan fructífera relación empresarial una vez superada una breve estancia en Carabanchel por poner en el mercado productos oleaginosos poco compatibles con el aparato digestivo humano). "Estos deben ser del sur o de por ahí, ¿te has fijado que acento más grosero tienen los pobres?", apuntó con algo de piedad Adelina. "Gentuza, Adeli, gentuza", repuso Carmen. "Son así, son como animalitos, Carmina. Los pobres no tienen la culpa", Adelina se levantó y extrajo de su bolsa una crema hidratante que comenzó a aplicar en su cuello. "Como no tengamos un poco de cuidado nos vamos a ir del club como cangrejos", rió de modo afectado. Mientras, por el curtido rostro de Juan el Viejo, una gran hormiga intentaba ganar su nariz. "¡Zape!", de un contundente autobofetón se deshizo del molesto visitante. "Esto encima está to' lleno de bichos. ¡Me cago'n sus putos muertos!". "No seas malhablado, Juan, por favor, ¿no ves que hay señoritas ahí, coño?. Ya deben estar ahítas de ti... Trabaja", el sudor corría por las morenas mejillas del joven y robusto Luis. "¿Nos vamos, Adeli? Esto ya es demasiado para mí", Carmen se levantó visiblemente irritada y se puso una blusa beige clara sobre el bikini de flores. "Podemos ir a tomar algo a la terraza, o al jardín de Borja, cualquier cosa antes que estar aquí entre cerdos", dijo en voz alta. Adelina se quedó atónita. Con un hilo de voz procuró tranquilizar a su amiga: "No te pongas así, Carmina. Hay que andarse con mucho cuidado con esta gente. Serénate, por Dios". "¡Oiga, un respeto, señorita, un respeto debido, que somos trabajadores!", Juan el Viejo soltó el martillo, se levantó y arrojó al césped su gorra de Pinturas El Duradero. "Puaff...", acertó a replicar Carmen mientras tomaba su bolso. "No me bastaba a mí con ver al Madrí fuera de la Champion Li para que encima una señoritinga me haga un desprecio así", repuso Juan el Viejo con los puños cerrados y rojos. "Eh, tranquilo, Juan, tranquilo... ¿a dónde quieres ir a parar?", pegado a las vallas, Luis seguía con su trabajo. "¡Es usted un maldito y sudoroso cerdo, igual que su amigo, igual que todos los de su odiosa clase!", sentenció a todo volumen Carmen ante el asombro de los miembros del club que se solazaban en las cercanas terrazas. Adelina se llevó las manos a la boca con pavor. Juan el Viejo dio dos pasos hacia adelante y apretó más si cabe los puños. Ciego de indignación, notó que temblaba. El médico ya le había advertido que no cogiese nervios, que al filo de los sesenta pueden dar un serio disgusto. Ya avanzaba decidido, con el ceño arrugado, en dirección a las dos amigas cuando Luis se puso en pie, agarró una gruesa estaca tirada sobre el césped y, desde el otro lado, se dirigió lleno de furia hacia Carmen. Ésta gritó cual condenada al pasar Luis como una exhalación a su lado camino de Juan el Viejo, a quien propinó un severo estacazo en la frente. El Viejo cayó al suelo con la frente partida y un profundo gesto de dolor, los cansados ojos entreabiertos y preguntando el porqué de aquello. No tardó demasiado en saberlo: "¡Eres un patán, viejo!, ¡cómo se te ocurre ir a pegar a dos mujeres!. No tienes ninguna educación. Y así pasa lo que pasa, que la gente fina nos llame cerdos con todo el derecho, ¿verdad, señoritas?", dijo Luis, estaca en mano, buscando la aprobación de Carmen y Adelina: "¿verdad?...". "Ya hemos visto demasiado por hoy", empujó la primera a la segunda hacia los aparcamientos del club.
Juan el Viejo quedó inhabilitado para el ejercicio de su profesión, por lo que tuvo que jubilarse anticipadamente. Fue el mayor de sus ocho hijos varones quien le informó que los días cotizados a la Seguridad Social en casi cuarenta y cinco años de trabajo se contaban con los dedos de un manco, por lo que hubo de conformarse con una ridícula pensión no contributiva. Pocos años después moriría frente a las imágenes de un Unión Deportiva Las Palmas-Real Madrid decisivo para el título de Liga. Por su parte, Luis pasó un cierto tiempo en prisión, tras el cual consiguió un trabajo como portero-vigilante en una afamada discoteca de Fuenlabrada que le permitiría poner las bases de un próspero negocio de chapa y pintura en esa misma localidad. Carmen y Adelina asistirían en años posteriores a sus respectivas nupcias, sin dejar de lado su participación en todo tipo de eventos con la presencia de lo mejor de la sociedad madrileña. La segunda acabaría presidiendo la Asociación Benéfica por los Desventurados "Blanca de Castilla", insigne institución de las más preclaras damas del barrio de Chamberí. La primera, mujer de más coraje, tendría junto a su esposo una breve aventura política en el ayuntamiento capitalino, abortada por el desafortunado hallazgo de unas cuentas opacas a la Hacienda Pública en Liechtenstein. Ambas siempre recordarían con gracia la insólita anécdota en el club de golf.
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