Isaías McRae Úrculo se enteró, merced a un viejo amigo residente en la llamada sierra pobre madrileña, de que una vivienda en la recoleta localidad de Patones de Arriba se encontraba en venta por un importe de 66,20 euros. Atendiendo a la situación del mercado inmobiliario en la zona, se trataba de un precio excepcional, razón por la cual McRae disipó, tras la pertinente consulta nocturna a su mariposa cervical, toda duda con respecto a su compra. Al día siguiente, provisto de un billete nuevo de 100 euros y de un papelito con la dirección escrita de la casa, se dirigió a Patones en el autobús de línea. Hubo de inquirir en lengua croata a algún paisano hasta topar finalmente con la vivienda, un soberbio chalé construido en piedra y con una magnífica zona ajardinada en derredor. A la vista, los cedros del romántico cementerio local; en lontananza, el perfil de las montañas. “No, no, está usted confundido, el precio es de 76,20 euros”, señaló inconmovible el propietario, un anciano de luengas barbas blancas y gafas de culo de botella, tocado con una visera del Club Baloncesto Breogán de Lugo y enfundado en un chaleco amarillo fosforescente (de cintura para abajo se encontraba completamente desnudo). McRae reculó, presa del desánimo y algo intimidado por la visera del Breogán. “¿Se trata de una cifra cerrada?”. “Mire, si pudiese pagar al contado podríamos negociar una rebajita”. “Al contado, al contado”. “Bueno, déme 74 euros con 70 céntimos y trato hecho”. McRae sacó el reluciente billete de 100 y se lo tendió al anciano. “Tendrá usted cambio, supongo”. “Pues ha venido en mal día, porque tengo los billetes secándose en la solana, todavía deben estar mojados. Por de pronto”, dijo metiendo la mano en uno de los bolsillos del chaleco, “tenga usted los 30 céntimos”. “Venga, venga, acompáñeme a ver la casa”, añadió el vendedor: “Lo suyo es formalizar la compra después de que usted le eche un buen vistazo”. “Me gustan mucho la fachada y el jardín”, dijo McRae encantado. “Pues ahora verá qué maravilla”, dijo el propietario a modo de adelanto de uno de los secretos mejor guardados de su residencia, protegido del exterior por una densa capa de brezo: una inmensa piscina de aguas verdosas poblada exclusivamente de billetes de euros y chucherías de piñata. “Perdone la intromisión, pero, ¿a qué obedece esta venta?”. “Me quiero ir de este lugar. Esta última etapa de mi vida se ha demorado más de lo debido. Necesito nuevos horizontes; el mismo paisaje día y noche durante casi treinta años ha acabado por embotar mi entendimiento”. “¿Piensa comprar otra propiedad con el importe de esta venta?”. “¿Me ha tomado por gilipollas?”, dijo con inopinada furia, al tiempo de arrojar con fuerza la visera del C.B. Breogán a la piscina. “¿Adónde voy yo con apenas 75 euros?. Claro, me ha tomado por un cretino...”, añadió con pesadumbre. “Válgame Dios que no deseaba ofenderle”, dijo McRae apretando firmemente las tres preciadas monedas de 10 céntimos depositadas en su bolsillo. El propietario de la vivienda comenzó a quitarse su chaleco amarillo. “Espero que no sea pudoroso, pero el calor aprieta”. “Proceda, hombre, proceda; ahora bien, yo miraré para otro lado, si no le importa”, dijo McRae bajando la vista a la altura de sus genitales. El chaleco amarillo inició un corto vuelo que lo llevó a posarse sobre las extrañas aguas de la piscina. “Cuídeme la casa, el jardín, la piscina... Son parte de mi vida... Esta decisión no ha sido nada fácil, se lo aseguro. No se preocupe, que ya me encargaré de sacar todos los chismes de la piscina. En cuanto a los billetes, puede quedarse con todos ellos. Así quedamos en paz. Le serán útiles para financiar la compra de abono para los rosales. Y para alimentar a mi topo Frank. Luego se lo presentaré, que no se me olvide. Tendrá que darle de comer como a un niño, hace mucho tiempo que se olvidó de cómo comer solo el bueno de Frank...”. “¿No se lleva el topo con usted? Esos animalitos echan mucho de menos a sus propietarios”. “No, Frank se quedará aquí, éste es su lugar. Eso sí, debe usted comprometerse aquí conmigo a cuidarlo hasta el último de sus días. Si no es así, le devuelvo ahora mismo el billete y hemos terminado”. McRae sintió cómo su sueño se desvanecía por momentos. ¿Cómo iba a asumir tamaño compromiso? No, no podía ser... ¿Por qué tenía que ser precisamente un topo?. Con la cantidad de mascotas que hay en el mundo... ¡un topo! A él, alérgico precisamente a esos animales (por lo demás, muy simpáticos, menester era reconocerlo). “Con Frank hay que tener cierta paciencia. Sobre todo cuando sufre de jaquecas. Pero no se preocupe: el hablarle le tranquiliza mucho, y no importa lo que le cuente: lo mismo da que sea de Derecho Mercantil que de alguna receta de su abuela. En cuatro o cinco horas se le pasa, y puede irse usted a descansar un rato”. Una idea canallesca penetró como un rayo en la mente de McRae. “Bueno, habrá que hacer un esfuerzo por Frank”, dijo antes de soltar un nervioso ‘je, je...’. “Confiaré en su palabra, parece usted un buen hombre”, el anciano se permitió posar su mano sobre el hombro de un McRae cuyo pensamiento ya circulaba embalado por uno de los carriles de incorporación a la autovía de la infamia. “El año que viene, si mi salud me lo permite, vendré a visitarlo. Y tampoco se olvide de los rosales. Ellos también demandan una atención y un cierto cariño”. “Descuide, descuide, me haré cargo”, McRae no logró evitar el aguijonazo interno de algo que bien podría ser su conciencia.
Dos años, tres meses y seis días después del cierre de la operación de compraventa –que algún leguleyo aguafiestas se atrevió a tildar de leonina-, el anciano de luengas barbas volvió a su antigua residencia en la sierra pobre madrileña. El brezo había dejado su lugar a un alto muro de cemento. El hombre, luciendo sus mismas gafas de culo de botella, tocado con un sombrero de copa y enfundado en un top rojo (de cintura para abajo se encontraba, como era su costumbre, completamente desnudo), tocó el timbre y esperó pacientemente hasta que Isaías McRae Úrculo se puso frente a sus ojos con rostro despavorido. “Buenas tardes, hombre, ¿qué tal la vida por aquí?”. “Muy bien, muy bien, estupendamente”. “¡Qué ganas tenía de ver a mi Frank retozando cerca de los rosales! ¿Se ha portado bien todo este tiempo?”. “El topo ya no vive aquí”, dijo con mirada grave la frase que había ensayado varias veces. “¿Cómo?”, pareció encogerse en su top el anciano ex propietario. “Se fugó hace meses, no debía encontrarse a gusto”. El anciano se quitó el sombrero de copa, elevó los ojos al cielo y rompió a llorar. Su llanto duró apenas diez segundos. Bajó entonces la vista al suelo y preguntó: “¿Lo trató usted bien?”. “Hice siempre lo que pude por él”, mintió McRae, tragando saliva. “En ese caso, nada que objetar”, dijo el viejo antes de dar la vuelta y alejarse sin despedirse. “Lo siento mucho”, alzó la voz McRae a sus espaldas, ya respirando con alivio. “Y más que lo sentirá... ¡porque ese topo era nada menos que el Gran Arquitecto del Universo!”, gritó el viejo con un tono siniestro. La suave brisa estival se enfrió súbitamente, al tiempo que el cielo parecía apagarse como una bombilla.
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