martes, 5 de julio de 2016

Economía y error

La crisis económica en la que aún estamos instalados tuvo su origen en una crisis financiera en los Estados Unidos (la de las hipotecas subprime o de alto riesgo), desatada por la desregulación y la falta de controles: en toda una combinación de errores, públicos y privados, tanto por omisión como por acción. Algo parecido ocurrió en 1929, con la diferencia de que entonces el Estado era mucho más débil y se encontraba bastante menos preparado para evitar el derrumbe de la economía estadounidense y, con ella, del resto del mundo. Al crack bursátil del 29 sucedió la tremenda crisis económica de los años 30 que condujo al auge del nazismo y el fascismo y, en última instancia, al mayor conflicto bélico de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. No se trataba, desde luego, de un fallo menor.

Abundan los ejemplos de trágicos errores económicos, fruto de la combinación de codicia, dejadez más o menos interesada, ignorancia de los fundamentos de la economía y falta de sentido común. El más reciente y próximo a los españoles es el de la burbuja inmobiliaria, cuyo pinchazo en 2007 puso fin a una escalada de precios en la vivienda que parecía no tener techo. En la segunda mitad del año 2003, cuando compré mi casa, recuerdo haberle señalado al tipo de la agencia inmobiliaria el riesgo de estallido de la burbuja. Le puse como ejemplo el caso de Japón en los 90. “¡No, no!”, me respondió con una sonrisa condescendiente. “La Unión Europea no permitiría que bajaran los precios en España. A lo sumo, no subirían más. Pero bajar, ¡eso no!”. Otro ejemplo más de lo que el economista John Keneth Galbraith acuñase en su libro La sociedad opulenta como “sabiduría convencional”: un conjunto de ideas tomadas como indiscutibles al contar con la aprobación generalizada tanto de expertos como de público. Un conjunto de ideas que, por desgracia, es muchas veces erróneo. Sabiduría convencional fue durante muchos siglos la creencia en que la Tierra era plana. Y lo es en la actualidad la fe, profesada por muchos académicos y políticos, en las políticas económicas de ajuste (que tanto daño han hecho a algunos países como España, Portugal o Grecia) para combatir la recesión.

Lo cierto es que la ciencia económica ortodoxa se funda sobre premisas muy discutibles -por no decir falsas- como el comportamiento racional de los agentes económicos (muchas veces la gente actúa irracionalmente), su condición de maximizadores del beneficio o la utilidad, la información perfecta (no existe tal cosa, aparte de que hay individuos que tienen más y mejor información que otros) o la igualdad ante los mercados (solo hay que tener sentido común para darse cuenta de que no es igual el poder negociador de un trabajador que el de un empresario que lo contrata). Así no es de extrañar que la economía haya sido una de las ramas del conocimiento más proclives al error, cuyos triunfos han consistido sobre todo en predecir lo que ya ha ocurrido: para dicho viaje no hacen falta alforjas científicas.

En la segunda mitad del siglo XIX, la teoría económica neoclásica empezó a vestir a la economía de un aparato matemático que se ha ido haciendo más complejo con el tiempo. Hasta el punto de que en pleno siglo XXI hay economistas que pretenden entender el mundo solo con su arsenal de curvas y derivadas matemáticas, sin necesidad de saber nada de Historia, Geografía, Psicología y otras humanidades. Y no es posible acometer esa empresa intelectual sin otorgar la suficiente importancia a factores institucionales como la cultura y costumbres o la estructura social. Los enfoques heterodoxos de la economía atienden más a ellos que al trinomio en que se asienta la teoría neoclásica hegemónica: racionalidad-equilibrio-individualismo.

La corriente dominante de la economía ha acabado reconociendo la existencia de fallos de mercado, conforme a los cuales la búsqueda por los individuos de su propio interés lleva a ineficiencias -mercados no competitivos (oligopolios o monopolios), externalidades (como la contaminación), provisión insuficiente de bienes públicos, etc.- que solo pueden ser solventadas a escala colectiva. Pese a ello, los economistas neoliberales próximos a la influyente Escuela de Chicago consideran que los efectos de una acción gubernamental podrían ser peores que los del propio fallo de mercado. Y desde los años 80 del pasado siglo, la síntesis neoclásico-keynesiana que representa la teoría económica ortodoxa se ha enriquecido con aportes de nuevos enfoques como la neuroeconomía (que trata de arrojar luz con los descubrimientos de la neurociencia sobre el proceso humano de toma de decisiones) o la economía evolutiva (inspirada en la biología evolutiva, que pone el acento en el valor para la supervivencia de las decisiones económicas). Pero sigue siendo incapaz de explicar y predecir con solvencia esos curiosos fenómenos emergentes que nacen de la interacción de los Homo sapiens para procurarse bienes y servicios con los que satisfacer sus necesidades económicas; o sea, sus necesidades de bienes escasos (por eso el aire que respiramos continúa siendo por ahora -¡pero no lo digamos muy alto!- un bien no económico).

1 comentario:

  1. Como siempre, muy acertado tu comentario. Realmente, le doy un valor relativo a la ciencia económica, porque combina cuestiones demostradas y demostrables con otras que dependen de tantas variables, que en realidad, sólo se pueden dar en laboratorio, como apuntas: (el acceso igual a la información, o cosas como que la misma regulación, que en ocasiones puede ser un obstáculo al libre mercado, por ejemplo, con políticas proteccionistas, u otros como el supuesto comportamiento racional del consumidor).

    Es por ello, que intento liberarme de axiomas que sabes que son más políticos que científicos. Por ejemplo, que una empresa pública no puede ser eficiente. Cierto que tiene menos incentivos a serla, pero, no necesariamente ha de ser así. Igualmente, presumir que si un sector está dirigido por el estado va a actuar en beneficio de los ciudadanos, es sólo una presunción.

    Así, que con suerte, me lo tomaré las predicciones económicas como algo razonablemente probable, que pueda ayudar a tomar algunas decisiones, pero nada más. Eso en el mejor de los casos.

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