Cuando hay que decidir con rapidez algo importante, disponemos de una herramienta muy útil que tiene injustamente muy mala prensa: el prejuicio. La opinión preconcebida sobre un tipo de persona, animal o cosa es una información valiosa y contrastada sobre las personas, animales o cosas con una determinada apariencia, aunque es cierto que puede conducir al error y la injusticia. Imaginemos que el lector de este post es una persona de raza negra o un judío tocado con una kipa que va conduciendo en su coche y divisa frente a él a cuatro individuos bloqueando la carretera: unos tipos malencarados, con el pelo rapado y una esvástica tatuada en el brazo, provistos de barras de hierro.
La mejor decisión parece ser la prejuiciosa: dar un volantazo y tomar a toda velocidad la dirección contraria. ¿Pero quién puede descartar que se trata de participantes en un congreso jainista de herreros que han salido a tomar el aire -y, de paso, a instar a los conductores a respetar hasta la más pequeña e insignificante forma de vida-, en un descanso entre sesión y sesión? Desde luego, esa suposición parece mucho menos probable que otras. ¿Alguna persona con dos dedos de frente haría algo distinto al giro de 180 grados?...
Hay que reconocer que he puesto un caso extremo, pero no por ello menos ilustrativo. Muchas veces no disponemos de demasiado tiempo para pensar y decidir, por lo que debemos ponernos en manos de la intuición e incluso del más basto prejuicio. Y, en consecuencia, cambiar preventivamente de acera si frente a nosotros se acerca un perro de presa sin bozal cuyo dueño exhibe un tatuaje que reza “I’ve got the power” y media docena de cadenas de oro colgadas al cuello. Por mucho que nos neguemos a admitirlo, siempre estamos recogiendo información sobre desconocidos y evaluándola. Y no está mal que así sea, por la cuenta que nos trae. Puede servirnos de consuelo saber que los errores por emplear un prejuicio no suelen ser tan graves como los derivados de ignorarlo.
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