En el programa del Ciudadano García en RNE, el escritor Luis Alberto de Cuenca recomendaba este jueves la lectura de Elogio del libro de papel de Antonio Barnés. Ya su título da una pista de que podríamos encontrarnos ante una invectiva contra el libro digital (nada más que un formato cuyo contenido es exactamente el mismo que en papel), y algo de eso hay aunque su propio autor lo niegue.
Es cierto que, como escribe Barnés, "el formato influye en la lectura": tanto es así que gracias a mi Kindle puedo leer mucho más cómodamente tumbado en la cama o dentro del coche cuando se hace de noche; aunque, por otro lado, he de reconocer que se hace más incómodo ir a una página anterior y que la batería limita (como también condiciona el peso y envergadura de un libro de papel muy gordo, o su letra muy pequeña, o su lectura de noche dentro de un coche o una tienda de campaña). Todo tiene sus pros y sus contras, pero la obra leída en formato electrónico es -¡insisto!- exactamente la misma, con todas sus comas y sus puntos, que la versión convencional en papel: aquí no es aplicable la máxima macluhaniana de que "el medio es el mensaje". Una cosa es la literatura y otra bien distinta la bibliofilia, una afición muy respetable pero que tiene más relación con la filatelia o el coleccionismo de latas de cerveza que con el mundo de la cultura y las letras.
Además de prevenirnos contra el e-book (la Fundeu me llamaría a capítulo por no escribirlo en español, pero lo hago porque no soy nacionalista y, sobre todo, porque me da la gana), Barnés propina una colleja a "la rastrera reducción de lo humano a lo numérico". "La razón y las palabras no deben ceder al tubo de ensayo", se lee en el libro de este autor, al que se le escapa que en los tubos de ensayo solo se someten a experimentación hipótesis pergeñadas por la razón (no verdades absolutas más o menos pintorescas). Lo más gracioso es que, por mucho que les pese a quienes tienen aversión a la ciencia o la desdeñan, hay indicios de que el Universo podría ser mera Matemática (y esto no haría, por cierto, que nuestros sentimientos y pasiones perdiesen un ápice de su valor).
De Cuenca, que incurre en el manido tópico de confundir cultura con inteligencia (hay personas tan inteligentes como incultas y también lo contrario: gente culta pero poco inteligente), sostiene en RNE que "la gente va perdiendo el pensamiento abstracto" y lo atribuye a las nuevas tecnologías (hace medio siglo, por no decir 200 años, España debía ser todo un dechado de pensamiento abstracto). Por lo que afirma, evidencia ignorar que se puede leer perfectamente -aunque quizá no sea lo mejor para los ojos- un buen libro o un artículo sesudo en un iPad. Es muy probable que nunca haya visto -o, al menos, reconocido- un iPad de esos a los que se refiere en su charla radiofónica con el Ciudadano García y mi excompañero de la web de RTVE David Sierra.
Volviendo a Barnés, éste acierta de pleno al considerar que la acumulación de conocimientos no constituye la sabiduría. Y no puedo estar más de acuerdo con él cuando afirma que "para surcar el cuasi infinito almacén de datos del océano virtual hacen falta nuevas brújulas y mapas, si se pretende arribar a destinos de conocimiento". En Internet hay mucha paja y poco grano (¡aunque muy bueno!), pero en papel también ha habido siempre mucha basura (y cada vez más, dado que la producción de la industria editorial se asemeja crecientemente a la de cualquier otro bien, sea éste un tornillo, un termostato o un bote de tomate frito, aunque con unos estándares de calidad mucho más bajos por culpa de una demanda de mercado poco exigente). Y claro que hay, además de analfabetos digitales, analfabetos digitalizados. Pero la culpa no es (particularmente en España) de Internet, sino de un sistema educativo bastante deficiente y un nivel cultural aún peor.
El autor del Elogio del libro de papel parece limitar la acumulación estéril de saberes al ámbito científico y tecnológico, cuando hay un montón de morralla humanística cuyo conocimiento solo sirve para jugar al Trivial y, en el mejor de los casos, ir a concursar a Saber y ganar y llevarse un pellizco, no aportando nada más que un ridículo barniz de la más superficial erudición. ¿Tiene alguna importancia saberse de memoria los nombres de todos los reyes godos o recitar párrafos enteros del Cantar del Mío Cid o de José María Pemán? Por el contrario, sí que me resulta bastante lamentable la ignorancia científica de la que ciertos humanistas (entre los que se cuentan algunos que ni siquiera saben escribir correctamente), en un osado ejercicio de engreimiento y estupidez, incluso se enorgullecen.
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