Hace semanas que me asalta una profunda intuición, la de que todos nosotros (cualquier ser vivo con conciencia, por primitiva que sea) somos al mismo tiempo únicos, repetibles e imborrables. Algo así como una obra musical, pongamos que como el concierto de viola en Do menor de Johann Christian Bach.
Tengamos primero en cuenta que lo que conocemos como nuestro yo físico en cada momento (porque el yo físico de hace un segundo no es el mismo que el de dentro de un segundo) es una combinación gigantesca de partículas físicas (electrones y quarks) dispuestas en el tablero del espacio-tiempo. Los estados de conciencia están asociados a estas combinaciones. El flujo del pasado al futuro de los sucesivos estados de conciencia es lo que hemos dado en llamar el yo.
Seríamos únicos en el sentido de que la combinación que nos define solo se correspondería con nosotros (y no con cualquier otro objeto del Universo). Seríamos repetibles en la medida en que esa combinación podría ser reproducida infinitas veces en un hipotético Multiverso. Seríamos imborrables porque nuestra fórmula estaría inscrita de manera indeleble -¿y acaso necesaria?- en el tejido del Cosmos. La partitura del concierto de viola de Johann C. Bach es también única, repetible e imborrable. Aunque destruyésemos el original y todas sus copias y reproducciones, la exacta combinación de sonidos que expresan seguiría intacta en un almacén platónico más allá del espacio y el tiempo. Nada menos que el gran Richard Dawkins, el tipo menos sospechoso de ser un cantamañanas o de decir chopradas, sostiene en El relojero ciego que todas las formas biológicas posibles están ahí fuera en una especie de hiperespacio platónico a disposición de la evolución. ¿Y por qué no también, en sus respectivos hiperespacios ideales, el concierto de viola en Do menor y tu propio yo mental o conciencia?
Este guiño a Platón nos aboca a una especie de predestinación calvinista: ¿Por qué hemos tenido la suerte de ser humanos y no almejas o paramecios? ¿Por qué hemos tenido la suerte de ser nosotros y no Carlos Floriano? ¿Por qué hemos tenido la desgracia de ser nosotros y no Brad Pitt o Einstein? ¿Por qué no hemos tenido que pasar (¡toquemos madera!) por un campo de exterminio?: ¿acaso somos mejores que la guapa, encantadora e inteligente niña de tres años que Primo Levi vio en el tren camino de su bárbaro fin prematuro en Auschwitz?... Pero sería como si en el número 23.175 el dígito 2 se lamentase de ser más bajo que el 3 o anhelase estar en el puesto del 7. O como si el polo norte se planteara por qué no es el polo sur. O como si una nota del concierto de Johann C. Bach pretendiese colocarse en otro lugar de la obra o escaparse de ella. Somos irrevocablemente lo que somos, por la misma razón por la que el dígito 5 es el último del número 23.175. Y cada vez que se alumbre una conciencia con nuestra precisa fórmula en cualquier Universo, seremos nosotros los convocados, como uno de los modos que tiene el Cosmos de percibirse parcialmente a sí mismo a través del espacio y el tiempo.
Ahora bien, el concepto de yo se emborrona en el Multiverso cuántico porque toda alternativa (ir por un camino a la izquierda o a la derecha) se ramificaría infinitamente llevándonos a individuos parecidos pero con diferentes historias y, por tanto, yoes ligeramente distintos tras cada ramificación. Mi yo que no volvió a España en febrero de 1994, porque se quedó a vivir en Inglaterra, sería ahora, al cabo de casi 20 años, algo diferente al que vive en Madrid y esto escribe. Así pues, ese que se estableció en Londres, ¿podría ser considerado yo? Desde luego, no estaría más lejos que mi yo de 1982 en Canarias...
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