Mi siguiente recuerdo del equipo amarillo es de solo dos semanas más tarde: el 8 de junio de 1975, mi abuelo Nicolás estaba con la radio encendida en casa, alborozado por el 4-0 que le terminamos propinando al Real Madrid en la ida de los cuartos de final de la Copa (la última del Generalísimo). Al día siguiente se murió el gran defensa central Tonono, que llegó a ser capitán de la selección española. Me aterraba que la gente pudiera morirse tan joven y de esa manera, como de un día para otro (fue un extraño virus el que mató al futbolista aruquense). Y cinco días después, tampoco se me olvida la rasquera por la remontada del Madrid, que acabó ganando 5-0 en el partido de vuelta de la eliminatoria con alguna ayudita arbitral (al menos así se me antojaba oyendo la radio). Otro revés sería la final de la Copa del Rey contra el Barça en 1978, que vimos en casa en la tele (en la Primera de TVE, la única cadena que había por entonces en Canarias): perdimos 3-1 en el estadio Santiago Bernabéu (antes del partido, el Rey entregó al mismísimo Bernabéu la Medalla de Oro al Mérito Deportivo).
Sin embargo, la frustración como seguidor de la Unión Deportiva alcanzó un máximo en 1983, también en la última jornada de la Liga, en un partido contra el Athletic de Bilbao. Esa vez asistí al estadio con unos amigos del colegio para ser testigo del descenso del club a Segunda después de 19 años (perdimos 1-5, pese a habernos adelantado en el minuto 1) y al mismo tiempo del triunfo liguero de los bilbaínos -con Javier Clemente de entrenador- tras 27 años de sequía. Desde mi nacimiento, Las Palmas siempre había estado en Primera. Incluso llegamos a ser subcampeones de Liga en 1969 y a pelear en 1968 por el título hasta la penúltima jornada (el Real Madrid ganó la Liga con un gol en fuera de juego). También habíamos brillado en competiciones europeas, eliminando a históricos como el Torino o el Slovan de Bratislava. El descenso era algo impensable, casi físicamente imposible. Era desolador el aspecto de la Grada Naciente un cuarto de hora después del pitido final. El Indio, uno de los frikis de la ciudad (ya fallecido hace mucho, al parecer atropellado mientras se afanaba en dirigir el tráfico en las calles próximas a la playa de las Alcaravaneras), vagaba medio desnudo y sin rumbo por las gradas con su pluma en la cabeza, mientras hojas de periódico volaban barridas por viento y se escuchaban los alaridos sostenidos de ¡¡Athleeeeeeeeeeeetic!!
Solo estuvimos dos temporadas en Segunda. En la primera de ellas no conseguimos subir, pero a cambio llegamos a las semifinales de la Copa -en Cuartos nos cargamos al Castilla de Butragueño y Míchel-, y nada menos que contra el Barcelona de Maradona. Perdimos 2-1 en la ida y ganamos 1-0 en el Insular en la vuelta. Ahí estaba yo otra vez, en la Grada Naciente, con una entrada infantil pese a tener 16 años (era muy habitual ver a galletones entrando como infantiles con la complicidad de los empleados del club), para ver al astro argentino jugando por primera y única vez en Las Palmas. Por aquel entonces no regía el sistema europeo que prima, en caso de empate, los goles fuera de casa. Hubo prórroga y caímos en los penaltis: el Barça se metió en la final con el Athletic (esa final en la que Maradona acabaría llorando y con la camiseta rota tras una grotesca tangana). En aquel histórico partido en el Insular, un tolete le gritó "hijoputa" a Maradona, con una especie de altavoz casero, mientras calentaba sobre el césped: el argentino volvió brevemente la mirada hacia la grada y siguió a lo suyo. Es uno de los curiosos episodios que nutren mi colección de anécdotas futbolísticas.
Retornamos a Primera en 1985, y al año siguiente logramos ganar en casa tanto al Barcelona (con un soberbio 3-0 del que fui testigo en la Grada Curva, ¡qué golazo de Narciso de cabeza!) como al Madrid (un inolvidable 4-3 logrado en los últimos diez minutos, tras ir perdiendo 1-3, que viví en la Naciente mientras mi amigo Javier estaba en la Curva). De todos los partidos a los que he asistido, este último ha sido sin duda el más emocionante. La euforia desatada al final era indescriptible: un desconocido que estaba a mi lado me abrazó en medio de la clamorosa alegría que embargaba al estadio, a la ciudad y a toda la isla (y me atrevería a decir que al resto del archipiélago, ya que la Unión Deportiva todavía conservaba por entonces la aureola de selección de Canarias forjada en los gloriosos años 60 y 70, cuando los mejores futbolistas tinerfeños vestían de amarillo en un equipo integrado solo por canarios).
En 1988 se dieron las mismas circunstancias que en 1975: Las Palmas y el Betis se jugaban el pellejo en el Insular en la última jornada. Yo también me encontraba allí, esta vez para contemplar un nuevo descenso a Segunda (perdimos 1-2). De este duelo conservo en la memoria la imagen de los jugadores del Betis abrazados al final: parece que luego se pusieron a rezar en agradecimiento por la salvación. Lo más triste fue la despedida de la afición amarilla al equipo. Unos energúmenos empezaron a golpear las puertas metálicas de acceso a la Grada Norte y a insultar a los jugadores que salían del estadio. Qué injustos fueron estos mentecatos con algunos jugadores que habían dado tanto al club como el defensa Félix, que fue internacional con la Roja. Aún escucho dentro de mi cabeza las voces de hinchas furiosos e impotentes gritando ese impresentable clásico xenófobo de "Canarios somos, canarios seremos, y a los godos por culo les daremos". Ese descenso de 1988 marcó al club mucho más que el anterior, porque fue la antesala de la caída al pozo de la Segunda B -por primera vez en la historia amarilla- en 1992: una lección, más allá de los confines del fútbol, de que la vida da muchas vueltas y nunca puedes dar nada por ganado para siempre. Absolutamente nada.
(Foto de J. Pérez Curbelo del viejo Estadio Insular en 2008, tras cinco años de abandono)
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Me ha parecido muy emotivo tu relato. Es curiosa la relación que se establece con el fútbol. En "Fiebre en las gradas", Nick Hornby decía que un triunfo de tu equipo era una experiencia única, que con frecuencia se subestimaba pero que él comparaba con un orgasmo. En el fondo me da pena no ser capaz de disfrutar del fútbol. Al fin y al cabo es un placer que me estoy perdiendo, supongo. De pequeña mi padre me llevó alguna vez a ver al "Real Unión", un equipo del que era fiel seguidor, con muchos años de historia pese a que dudo que haya pasado jamás de la tercera división. La afición no llegó a calar en mí: me recuerdo jugando en las gradas sin prestar atención al fútbol. Quizás el día menos pensado tu equipo sube y lo vuelves a ver en primera. El fútbol es así ;-)
ResponderEliminarCristina, la verdad es que disfrutar o sufrir con el fútbol no deja de ser una sandez: uno no gana ni pierde personalmente, ni siquiera gana o pierde con ello algún ser querido. Sin embargo, he de reconocer que no puedo evitarlo, por mucho que lo racionalice. La sensación de abatimiento tras aquella eliminación contra el Barça en semifinales de la Copa en 1984 fue muy real. No menos que la euforia por el gol 'in extremis' de Nauzet Alemán en 2006, en la eliminatoria de ascenso contra la Real Sociedad B, sin el cual no hubiese subido la Unión Deportiva ese año (ya lo contaré en la segunda parte del post). En cualquier caso, que no te dé ninguna pena no ser capaz de disfrutar -o sufrir- del fútbol, porque ciertamente hay placeres muchísimo más sanos y mejores. En el fondo estoy reconociendo que estoy algo 'enfermo', que tengo que hacérmelo ver, jaja...
ResponderEliminarPor cierto, me he quedado alucinado con lo del Real Unión de Tenerife: desconocía por completo la existencia de ese equipo, pero ya me he estado informando...
¡Un abrazo!
i relación con la U.D., y con el fútbol en general, es mucho menor que la tuya, pero en aquellos años de mocedad, algunos de esos recuerdos los vivimos juntos. Cómo olvidar ese gol de un delantero del Atlético de Bilbao que marcó con la nariz. Todavía me está doliendo.
ResponderEliminarComo era la más barata íbamos siempre a la grada naciente junto a lo mejor de cada casa. Recuerdo que la policía en cada partido se llevaba a alguien.
Especialmente me acuerdo de ese partido contra el Real Madrid, en el que estaba contigo. Había un sujeto que se empeñaba en afirmar que, "las cosas como son, el equipo blanco era el mejor", lo que despertó las iras de un tal Fefo, sujeto de mediana edad y ojos achinados, descamisado, prominente barriga al viento y monumental enfado que otro sujeto algo más joven, y descamisado igualmente, trataba de calmar. El ínclito consiguió dar un capón al mencionado aficionado merengue, con tal ímpetu que le quitó la gorra al policía que llevó al primero a un lugar más seguro.
También me acuerdo de la cara de incredulidad de un jóven Butragueño, al que le arrojaron (afortunadamente, con poca puntería), una garrafa de agua de 5 litros con su contenido.
Hablando de seguridad, no sé cómo no ocurrió una desgracia en aquella grada, donde entraba mucha más gente que el aforo permitido (cualquiera que fuera éste), sin salidas dignas de tal nombre, y donde reinaba un perenne olor a porros y calamar ahumado.
Es verdad, Adolfo, recuerdo muy bien lo del tal Fefo, jaja, tremendo. Y lo del olor... ¡¡era a jareas!! Nunca llegué a comerme una cosa de esas, que vendían a las puertas del estadio. Menudo ambiente en la Naciente, ciertamente, jajajaja...
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