Mi amigo Julio pasó hace unos días por clase de yoga para recoger el regalo del "amigo invisible" que habían organizado. Le tocó obsequiar a un compañero con quien había hecho buenas migas en los últimos meses, un tipo de 60 años. Fue el hijo de este quien se llevó finalmente el regalo, tras liquidar cuentas con el gimnasio. El compañero de Julio hubo de ausentarse necesariamente: ya estaba enterrado tras su fallecimiento inesperado dos días antes.
La última vez que habló con mi amigo le había contado las ganas que tenía de jubilarse y sus planes para mudarse a Canarias. Estaba muy ilusionado con ese traslado, desconocedor de su cita con la muerte no muchas horas después. Lo hubiera sabido de disponer de un superordenador con toda la información acerca del Universo desde el momento mismo del big bang, porque su fallecimiento justo ese día no era un suceso menos predecible que la formación de un agujero negro en el centro de la Vía Láctea o la colisión del cometa Shoemaker-Levy 9 con el planeta Júpiter el 16 de julio de 1994. Con todos los datos del Universo y de sus leyes se podría haber predicho igualmente desde la extinción de los dinosaurios hasta la imputación judicial de Iñaki Urdangarin pasando por el asesinato de Esopo o el soplamocos de Ruiz-Mateos a Boyer en 1989.
De ese despedirnos para siempre sin saberlo con un "hasta mañana" nos habla, entre otras cosas, el escritor pamplonés Eduardo Laporte en su hermosa novela corta Luz de noviembre, por la tarde. Laporte hubo de probar el amarguísimo trago de la pérdida de sus padres en 2000, en un plazo de solo nueve meses, a causa de la misma enfermedad: un cáncer. Lo cierto es que empezó acompañado de los dos ese año de resonancias míticas -el lejano y promisorio 2000 de mi infancia- para despedirlo y entrar en el siglo XXI ya huérfano de ambos. El día antes de morirse su madre, ella le dijo: "Mañana más". "Y lo que hubo mañana fue ya verla en la caja del tanatorio", se lee en el libro publicado por Demipage.
Las pinceladas de los últimos momentos con su madre y su padre -se detiene mucho más en este, cuya agonía fue más larga- conmueven por la sinceridad que desprenden, por la autenticidad de sentimientos a veces encontrados. Porque quien escribe no es un espíritu celeste sino un ser humano, presa de complejas emociones contradictorias. Junto al profundo afecto, por sus páginas desfilan la incomodidad, la rebeldía, el rencor y la punzante culpa. Incomodidad por haber reñido a su padre enfermo, rebeldía y rencor ante lo que interpreta como un menosprecio de su madre enferma, culpa por haberla castigado cinco días con su desdén. También expresa la no menos mortificante certeza de la irreversibilidad: "Hablé poco con mi padre, o me contó poco, de tantas cosas". Y la angustia por el acercamiento al presumible final fatal, cuando certificase un "No tengo padres", aunque atemperada por el feliz consuelo de ese "tiempo de prórroga, un periodo indefinido en el que aún estaría él, en la cama, cuando yo llegara borracho de las calles"
El autor se desnuda con una prosa limpia y sobria, alejada de todo asomo de sensiblería y empalago (algo que hubiese arruinado su relato), con la que se acerca a la verdad en toda su crudeza por doloroso que resulte. Y acierta con su apuesta: ya en el prólogo reconoce "la límpida sensación que trae el acercarse a la verdad". Nunca el autoengaño, por mucho que nos desagrade: "(...) abrir el grifo de la verdad. Descender a las brasas del infierno, Lucifer se llama Lucidez, hasta que el fuego comience a deshacernos la piel, para volver a la superficie en ese preciso instante". Obviamente, el no engañarse es posterior a la muerte de sus progenitores: antes era imposible no agarrarse a cualquier clavo ardiendo. Hasta la misma muerte de su padre, el 5 de diciembre, el escritor pamplonés reconoce haber albergado la esperanza de una milagrosa curación, de un diagnóstico erróneo. Solo esa mañana "aceptaría su rigor, la inapelable verdad científica".
En su ejercicio introspectivo, Laporte rememora pasajes de su infancia, de una niñez feliz en el seno de una familia de clase media acomodada de Pamplona, con sus periódicas escapadas a San Juan de Luz. "Nadie me avisó entonces de que los días sin clase son siempre felices, quizá los únicos, y que ser mayor era esto, alejarse sin clemencia de ese domingo extra de verano en octubre, en la playa suave y francesa, con mis padres, mis hermanos". El Eduardo adulto deja constancia del final de ese periodo de gracia con ese "dios abstracto" al que su madre expresaba su gratitud todas las noches por "ser tan afortunados y porque las cosas nos iban bien". Qué conmovedora es esa imagen de la madre en la oscuridad de su habitación, atrapada con su familia y el resto de los vivos entre dos infinitos (el del microcosmos y el del macrocosmos) atrozmente indiferentes a su suerte.
El libro no solo retrata el desgarro de la pérdida de sus padres sino también la vocación literaria de su autor, su desorientación, esa incomprensión que sufren quienes como él han hecho una apuesta por la literatura. "No admiten que el proyecto de vida de cada uno es cosa individual, no aceptan que la puta mierda que nos ofrecen no nos interesa en absoluto". Por supuesto, porque él concibe la escritura como un "oficio de vivir". "No entienden que el resto es vagabundeo, arrastrar los pies pesados por las ásperas moquetas de las oficinas kafkianas". ¡Cómo te comprendo, amigo!
La verdad es que no resulta difícil identificarse con Eduardo. Yo he de reconocer mi asombro ante el grado de sintonía con sus palabras. Esa comunión con quien ha juntado las letras que desfilan ante tus ojos es el mejor premio de quien escribe, y el propio autor lo reconoce en una entrevista a RTVE.es: "Y yo quisiera ser también amigo de la gente que me lee. Me gustaría que los que leen lo que escribo quisieran darme un abrazo o invitarme a una caña tras leer mis libros". Le daré ese abrazo, le invitaré a una caña, claro que sí.
Otro hallazgo de la lectura de Luz de noviembre... es la obsesión de Laporte -que además comparto- con cosas o cifras aparentemente triviales que interpreta como ocultas señales acaso divinas. Curiosamente, yo empecé a leerme su libro un 17 de febrero, el mismo día que falleció su madre. Y un par de días más tarde descubrí casualmente que la primera de las Cartas a un joven poeta de Rilke está fechada también un 17 de febrero. Encima, yo conocí personalmente a Eduardo en el número 20 de la calle Luchana de Madrid, solo unos metros por debajo de la primera cama en la que dormí cuando me establecí en Madrid en febrero de 1994. Todos ellos, como ya apunté al principio, sucesos potencialmente predecibles desde aquel remoto -al menos para nuestra escala humana- big bang, ese polvo primigenio del que provienen todos estos lodos en forma de galaxias, cerebros, misiles, encuentros o palabras. Sucesos y cosas necesarias, como la luz de noviembre de 2005 (cuando escribió el texto) por la tarde en Madrid. A saber para qué...
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