El Gobierno ha decidido restablecer el máximo permitido de velocidad en autopistas y autovías a 120 km/h. El apoyo a la candidatura de Rubalcaba para las próximas elecciones generales parece haber primado sobre otras consideraciones. Que esta sea una medida electoralista, que pueda inclinar el voto de alguien a uno u otro lado, habla muy a las claras de la calidad de la ciudadanía española.
La reducción a 110 había supuesto un ahorro energético y seguramente salvado más de una vida en las carreteras. Pero desde su implantación era una de las dianas de la impresentable oposición del PP, de la prensa derechista y ultraderechista, de las asociaciones de automovilistas y de los sectores más torrentiles o sudeuracas de la sociedad española. Los mismos que se indignan por no poder fumar donde les plazca, por no poder meter su 4x4 por donde les dé la gana, por no poder torturar y matar animales a su antojo, por no construir donde quieran y como quieran. Los mismos que votan a imputados y corruptos al tiempo que echan pestes de los inmigrantes -curioso que en Cataluña suelan hacerlo hijos de inmigrantes de otras regiones españolas- y presumen de católicos y de bandera con torito.
El otro día, cruzando el embalse de Valmayor rumbo a El Escorial, una furgoneta que venía en la otra dirección me picó las luces y su conductor hizo un gesto aconsejando una aminoración de velocidad. Me extrañó mucho esta conducta, pues yo circulaba justo al máximo permitido en esa vía. ¡Qué conmovedora preocupación por la seguridad ajena! Por un momento pensé que quizá estuviese en Dinamarca atravesando alguno de los puentes sobre el Báltico. A los pocos kilómetros se esfumaron mis ensoñaciones danesas al advertir la verdadera razón del aviso: un control de la Guardia Civil. ¡Qué entrañable ejercicio de solidaridad entre energúmenos! Yo jamás habría avisado, lo juro. Porque, qué le voy a hacer, combino mi nacimiento en un archipiélago del norte de África con un espíritu nordeuraca: el que me hace ver que hay cosas mucho más importantes y prioritarias que llevar de nuevo la limitación de velocidad a los 120 por hora para dar gusto a tanto impresentable.
Un blog personal algo abigarrado en el que se habla de física, cosmología, metafísica, ética, política, naturaleza humana, Unión Deportiva Las Palmas, inteligencia artificial, Singularidad, complejidad y un largo etcétera. Con una sección de pequeños 'Intentos literarios' y otra de sátira humorística ('Paisanaje'). Intentando ir siempre más allá del lugar común y el buenismo. Also in English: picandovoyenglish.wordpress.com
sábado, 25 de junio de 2011
domingo, 19 de junio de 2011
Con motivo del Día del Español
Tener como lengua materna el castellano o español es tan meritorio (o sea, nada) como tener el euskera, el inglés, el tagalo o el amazigh. Se trata de una mera circunstancia, como el hecho de ser pelirrojo, barbilampiño, islandés, chato o apellidarse Peláez. Dar un carácter solemne a esa condición de hispanoparlante nativo no deja de ser un ridículo ejercicio de nacionalismo lingüístico.
Ciertamente, es una suerte que tu lengua materna sea una de las más importantes -en cuanto a número de hablantes- del mundo y que en ella puedas leer en versión original a Cervantes o Vargas Llosa. Aunque no es un motivo de orgullo que entre los 500 millones de personas que la hablan haya tanto analfabeto (integral o funcional) o que en Wikipedia se encuentren más entradas en italiano y en polaco que en español. Tampoco es para celebrar que no puedas leer a Chejov en su lengua materna, teniendo que recurrir a no pocas traducciones infames como una de Edaf llegada hace años a mi librería cual alimento podrido a una nevera.
El Instituto Cervantes pretende que "nos sintamos unidos por una lengua común". Yo no me siento unido a alguien por la simple coincidencia de que hable como nativo el mismo idioma que yo. Me siento unido a aquellos con quienes comparto ideas o sentimientos, no importa su nacionalidad o la lengua en que se expresen. Mi espíritu se complace más leyendo y escuchando la letra de Another sunny day (Belle&Sebastian) que oyendo a un vil sudeuraca gritando "La dije a la sudaca que ya le tengo" con su móvil pegado a la oreja. Por mucho que esta última frase sea en español (mejor dicho, en 'egpañol').
Ciertamente, es una suerte que tu lengua materna sea una de las más importantes -en cuanto a número de hablantes- del mundo y que en ella puedas leer en versión original a Cervantes o Vargas Llosa. Aunque no es un motivo de orgullo que entre los 500 millones de personas que la hablan haya tanto analfabeto (integral o funcional) o que en Wikipedia se encuentren más entradas en italiano y en polaco que en español. Tampoco es para celebrar que no puedas leer a Chejov en su lengua materna, teniendo que recurrir a no pocas traducciones infames como una de Edaf llegada hace años a mi librería cual alimento podrido a una nevera.
El Instituto Cervantes pretende que "nos sintamos unidos por una lengua común". Yo no me siento unido a alguien por la simple coincidencia de que hable como nativo el mismo idioma que yo. Me siento unido a aquellos con quienes comparto ideas o sentimientos, no importa su nacionalidad o la lengua en que se expresen. Mi espíritu se complace más leyendo y escuchando la letra de Another sunny day (Belle&Sebastian) que oyendo a un vil sudeuraca gritando "La dije a la sudaca que ya le tengo" con su móvil pegado a la oreja. Por mucho que esta última frase sea en español (mejor dicho, en 'egpañol').
domingo, 12 de junio de 2011
Desmontando frases solemnes (I): "La verdad os hará libres"
Hay expresiones arraigadas pese a su vaciedad e incluso su notoria falsedad. Hoy me detengo en este pasaje del Evangelio de San Juan, convertido en todo un clásico solemne no solo para los cristianos sino también para los marxistas y otras gentes de muy variado pelaje: "La verdad os hará libres" (Jn, 8:32).
Para empezar, es muy improbable que la verdad sea lo que pensaba y expresaba Jesús de Nazaret, a quien se atribuye la frase. Pero sea cual sea la verdad, desde la más nimia a la más absoluta, no existe relación alguna entre conocerla (caso de ser accesible al entendimiento) y ser libre. Por ejemplo, el conocimiento de la verdad "No puedo volar de este tejado al otro moviendo mis brazos como las alas de un ave sin perecer de inmediato" no me hace ni más ni menos libre: solo me hace consciente de una de las muchas limitaciones a mi libertad.
Porque quien vive es siempre prisionero del espacio-tiempo y de las leyes físicas y biológicas: no puede sustraerse al influjo gravitatorio (aunque un ser humano es libre de intentar dar un salto de 18 metros hacia arriba), al electromagnetismo (también somos libres de meter los dedos mojados en un enchufe), a la dictadura de la termodinámica (la que dispone que todo decaiga y que la flecha del tiempo apunte inexorablemente hacia el futuro), a la necesidad de alimentarse periódicamente, a la pulsión sexual o al riesgo de ser víctima de la predación de una bacteria, un león o un semejante ("Matar o morir" sí que es una de las grandes verdades de la vida).
Luego están las cadenas impuestas por vivir en sociedad. Saber que te engaña el dictador que se proclama gran timonel o intérprete de la voluntad de Dios no te libera de su régimen oprobioso, aunque siempre queda el consuelo de la libertad de pensamiento (puede que ni eso en un futuro, con el avance de la tecnología). Sin ir tan lejos, saber que tienes unos hijos que mantener y unas obligaciones con quien te paga el sueldo tampoco te aporta libertad: más bien te hace consciente de tus muchas servidumbres (entre ellas, algunas bastante estúpidas y prescindibles como el consumismo). Lo que sí es muy cierto es que la falta de escrúpulos tiende a hacerte más libre, al hacer más laxas tus obligaciones sociales.
Ahora bien, ¿puede que la eventual contemplación de la verdad absoluta (la Verdad, si acaso tal cosa existiese) sí nos hiciera libres? Desde luego, no mientras tengamos puesto el traje mortal y estemos sometidos a las leyes de este mundo. La visión de esa verdad suprema incluso podría volvernos locos, como le pasó al rey del cuento El espejo y la máscara, de Borges, al contemplar la Belleza: un "don vedado a los hombres". Mientras vivamos, la verdad no nos hará libres sino simplemente más informados y conscientes (y, en algunos casos, más infelices).
En fin, que me quedo mejor con esta frase de inmensa potencia tautológica pronunciada hace meses en el salón de actos de un colegio -¡juro que fui testigo de ello!- por un alcalde de la sierra madrileña (adscrito a la derecha abertzale, como casi todos los de la zona): "La libertad os hará libres". Ahí sí que estoy con él, sin duda.
Próxima entrega de 'Desmontando frases solemnes': "El hombre es el único animal que mata por placer"
Para empezar, es muy improbable que la verdad sea lo que pensaba y expresaba Jesús de Nazaret, a quien se atribuye la frase. Pero sea cual sea la verdad, desde la más nimia a la más absoluta, no existe relación alguna entre conocerla (caso de ser accesible al entendimiento) y ser libre. Por ejemplo, el conocimiento de la verdad "No puedo volar de este tejado al otro moviendo mis brazos como las alas de un ave sin perecer de inmediato" no me hace ni más ni menos libre: solo me hace consciente de una de las muchas limitaciones a mi libertad.
Porque quien vive es siempre prisionero del espacio-tiempo y de las leyes físicas y biológicas: no puede sustraerse al influjo gravitatorio (aunque un ser humano es libre de intentar dar un salto de 18 metros hacia arriba), al electromagnetismo (también somos libres de meter los dedos mojados en un enchufe), a la dictadura de la termodinámica (la que dispone que todo decaiga y que la flecha del tiempo apunte inexorablemente hacia el futuro), a la necesidad de alimentarse periódicamente, a la pulsión sexual o al riesgo de ser víctima de la predación de una bacteria, un león o un semejante ("Matar o morir" sí que es una de las grandes verdades de la vida).
Luego están las cadenas impuestas por vivir en sociedad. Saber que te engaña el dictador que se proclama gran timonel o intérprete de la voluntad de Dios no te libera de su régimen oprobioso, aunque siempre queda el consuelo de la libertad de pensamiento (puede que ni eso en un futuro, con el avance de la tecnología). Sin ir tan lejos, saber que tienes unos hijos que mantener y unas obligaciones con quien te paga el sueldo tampoco te aporta libertad: más bien te hace consciente de tus muchas servidumbres (entre ellas, algunas bastante estúpidas y prescindibles como el consumismo). Lo que sí es muy cierto es que la falta de escrúpulos tiende a hacerte más libre, al hacer más laxas tus obligaciones sociales.
Ahora bien, ¿puede que la eventual contemplación de la verdad absoluta (la Verdad, si acaso tal cosa existiese) sí nos hiciera libres? Desde luego, no mientras tengamos puesto el traje mortal y estemos sometidos a las leyes de este mundo. La visión de esa verdad suprema incluso podría volvernos locos, como le pasó al rey del cuento El espejo y la máscara, de Borges, al contemplar la Belleza: un "don vedado a los hombres". Mientras vivamos, la verdad no nos hará libres sino simplemente más informados y conscientes (y, en algunos casos, más infelices).
En fin, que me quedo mejor con esta frase de inmensa potencia tautológica pronunciada hace meses en el salón de actos de un colegio -¡juro que fui testigo de ello!- por un alcalde de la sierra madrileña (adscrito a la derecha abertzale, como casi todos los de la zona): "La libertad os hará libres". Ahí sí que estoy con él, sin duda.
Próxima entrega de 'Desmontando frases solemnes': "El hombre es el único animal que mata por placer"
domingo, 5 de junio de 2011
Arte contemporáneo y timadores desnudos
Con la Bienal de Venecia en ciernes, el otro día le dije a un amigo que albergo la sospecha de que buena parte del arte contemporáneo es un fraude, una estafa sustentada en el interés crematístico de algunos ("creadores" que encima creen en su genialidad, galeristas, representantes y comisionistas), la necesidad de ganarse las lentejas de otros (comisarios, directores y empleados de museos, críticos de arte y demás personal de revistas, suplementos y programas especializados), la burricie y horterez de no pocos coleccionistas (entre los que se incluye un selecto grupo de macarras multimillonarios, compradores del último grito con un dinero manchado muchas veces de sangre y petróleo) y el papanatismo -alimentado penosamente por los medios de comunicación- o indiferencia del gran público ajeno a todo este tejemaneje. Un público que frecuenta lugares comunes como "No entiendo esto, pero debe tener un enorme valor artístico", "No debes opinar si no entiendes" o, peor aún: "¡Qué maravilla!". Detrás de todo, el miedo a ser tachado de inculto, burro o insensible.
Mi amigo me replicó indignado: "¿Cómo te atreves a decir que Tàpies es un timo? ¿Quién te has creído para afirmar tal cosa con esa rotundidad?". Aquí solo hay que apelar a la sensibilidad y el buen criterio de cada cual para separar el grano de la paja. De nada valen las sesudas disertaciones de críticos y "entendidos" (muchas absolutamente ilegibles y disparatadas como esta seleccionada en la antología de bodrios de Pseudópodo). Abajo se exponen cuatro obras: dos de ellas tienen un innegable valor artístico; las otras dos son una bazofia. ¿No salta a la vista? ¿O es que aquí es aplicable eso de que "para gustos, los colores"?... Aunque puede que sea yo quien tenga atrofiado el sentido estético y no alcance a captar la singularidad conceptual de ese calcetín blanco de Tàpies (recomiendo encarecidamente este documental de TVE para "descubrir" al amigo Antoni: los primeros minutos son gloriosos) o la potencia cromática del Micky Mouse seriado de Warhol.
Las instalaciones o performances merecerían por sí solas un capítulo aparte. Como la pergeñada en 2001 por Martin Creed, consistente en una bombilla que se encendía y apagaba en un cuarto vacío, que le sirvió para ganar el preciado Premio Turner de ese año. O este engendro sonoro parido por la inefable Esther Ferrer, considerada una "figura fundamental" del arte contemporáneo español. Si alguien cree que esas birrias son homologables a los cuadros de Caspar Friedrich y Vincent Van Gogh expuestos arriba, se está retratando fielmente. Desde luego, no me sorprende que haya gente que lo piense, como tampoco que los libros de Punset figuren entre los más vendidos, que Lady Gaga sea un fenómeno discográfico, que muchos obreros del extrarradio de Madrid adoren a Esperanza Aguirre o que tanto gañán adinerado (narcos, futbolistas, especuladores inmobiliarios, etc.) tenga una especial debilidad por los coches deportivos de alta gama: todas ellas son distintas caras del mismo poliedro.
Ya en los años 60, Jorge Luis Borges y su amigo Adolfo Bioy Casares se burlaron de tanto papanatismo -no solo en el arte sino también en la literatura- en sus geniales Crónicas de Bustos Domecq (1967). En una de ellas, Un pincel nuestro: Tafas, el protagonista es un pintor porteño que compra postales de rincones de Buenos Aires para transformarlas en obras artísticas con un mero embetunado que las hace negras del todo. Su proceso creativo constaba supuestamente de tres fases: el pintado, el borrado (con "miga de pan" y "agua de la canilla") y el embetunado. En realidad, la labor de Tafas se reducía a esto último, ya que no había pintado ni borrado alguno. La ironía del dúo Borges-Bioy es muy aguda al abordar la puesta en el mercado de estos cuadros: "Desde luego, los precios no eran uniformes; variaban según el detallado cromático, los escorzos, la composición, etcétera, de la obra borrada (...) El Museo de Bellas Artes se apuntó un poroto, adquiriendo tres de los once, por un importe global que dejó sin habla al contribuyente".
En 1994, casi treinta años después, la dramaturga francesa Yasmina Reza estrenó Arte, una hilarante sátira en torno a un cuadro absolutamente blanco comprado por 300.000 francos. Yo tuve la oportunidad de verla representada en Madrid por el actor Ricardo Darín. Memorable es la escena en la que el personaje de Marc (encarnado por Darín) le dice con estupor a su amigo Serge, cuando este le pregunta por su adquisición, lo que realmente le parece: "Un pedazo de mierda blanca".
Por fortuna, poco a poco se van oyendo más voces que claman en el mismo sentido, voces de gente con prestigio intelectual, sensibilidad artística, independencia y coraje -hay que tenerlo para remar a contracorriente- como Antonio Muñoz Molina o Mario Vargas Llosa. Mientras tanto, emperadores y emperatrices del arte como Damian Hirst siguen desfilando desnudos, aplaudidos por la chusma, por grotescos Arcos y Bienales que contribuyen a engrosar sus cuentas bancarias y a blanquear dinero de oscura procedencia. Y continúan defecándose textos como los de este blog argentino, que al menos sirven para echarse unas buenas carcajadas a quienes osan decir (quizá porque, a diferencia de otros, son capaces de verlo) que sin duda el emperador va en pelotas.
Mi amigo me replicó indignado: "¿Cómo te atreves a decir que Tàpies es un timo? ¿Quién te has creído para afirmar tal cosa con esa rotundidad?". Aquí solo hay que apelar a la sensibilidad y el buen criterio de cada cual para separar el grano de la paja. De nada valen las sesudas disertaciones de críticos y "entendidos" (muchas absolutamente ilegibles y disparatadas como esta seleccionada en la antología de bodrios de Pseudópodo). Abajo se exponen cuatro obras: dos de ellas tienen un innegable valor artístico; las otras dos son una bazofia. ¿No salta a la vista? ¿O es que aquí es aplicable eso de que "para gustos, los colores"?... Aunque puede que sea yo quien tenga atrofiado el sentido estético y no alcance a captar la singularidad conceptual de ese calcetín blanco de Tàpies (recomiendo encarecidamente este documental de TVE para "descubrir" al amigo Antoni: los primeros minutos son gloriosos) o la potencia cromática del Micky Mouse seriado de Warhol.
Las instalaciones o performances merecerían por sí solas un capítulo aparte. Como la pergeñada en 2001 por Martin Creed, consistente en una bombilla que se encendía y apagaba en un cuarto vacío, que le sirvió para ganar el preciado Premio Turner de ese año. O este engendro sonoro parido por la inefable Esther Ferrer, considerada una "figura fundamental" del arte contemporáneo español. Si alguien cree que esas birrias son homologables a los cuadros de Caspar Friedrich y Vincent Van Gogh expuestos arriba, se está retratando fielmente. Desde luego, no me sorprende que haya gente que lo piense, como tampoco que los libros de Punset figuren entre los más vendidos, que Lady Gaga sea un fenómeno discográfico, que muchos obreros del extrarradio de Madrid adoren a Esperanza Aguirre o que tanto gañán adinerado (narcos, futbolistas, especuladores inmobiliarios, etc.) tenga una especial debilidad por los coches deportivos de alta gama: todas ellas son distintas caras del mismo poliedro.
Ya en los años 60, Jorge Luis Borges y su amigo Adolfo Bioy Casares se burlaron de tanto papanatismo -no solo en el arte sino también en la literatura- en sus geniales Crónicas de Bustos Domecq (1967). En una de ellas, Un pincel nuestro: Tafas, el protagonista es un pintor porteño que compra postales de rincones de Buenos Aires para transformarlas en obras artísticas con un mero embetunado que las hace negras del todo. Su proceso creativo constaba supuestamente de tres fases: el pintado, el borrado (con "miga de pan" y "agua de la canilla") y el embetunado. En realidad, la labor de Tafas se reducía a esto último, ya que no había pintado ni borrado alguno. La ironía del dúo Borges-Bioy es muy aguda al abordar la puesta en el mercado de estos cuadros: "Desde luego, los precios no eran uniformes; variaban según el detallado cromático, los escorzos, la composición, etcétera, de la obra borrada (...) El Museo de Bellas Artes se apuntó un poroto, adquiriendo tres de los once, por un importe global que dejó sin habla al contribuyente".
En 1994, casi treinta años después, la dramaturga francesa Yasmina Reza estrenó Arte, una hilarante sátira en torno a un cuadro absolutamente blanco comprado por 300.000 francos. Yo tuve la oportunidad de verla representada en Madrid por el actor Ricardo Darín. Memorable es la escena en la que el personaje de Marc (encarnado por Darín) le dice con estupor a su amigo Serge, cuando este le pregunta por su adquisición, lo que realmente le parece: "Un pedazo de mierda blanca".
Por fortuna, poco a poco se van oyendo más voces que claman en el mismo sentido, voces de gente con prestigio intelectual, sensibilidad artística, independencia y coraje -hay que tenerlo para remar a contracorriente- como Antonio Muñoz Molina o Mario Vargas Llosa. Mientras tanto, emperadores y emperatrices del arte como Damian Hirst siguen desfilando desnudos, aplaudidos por la chusma, por grotescos Arcos y Bienales que contribuyen a engrosar sus cuentas bancarias y a blanquear dinero de oscura procedencia. Y continúan defecándose textos como los de este blog argentino, que al menos sirven para echarse unas buenas carcajadas a quienes osan decir (quizá porque, a diferencia de otros, son capaces de verlo) que sin duda el emperador va en pelotas.