Coincido con Adam Smith en que no es "la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero", sino su mero interés, lo que hace que podamos disponer cada día de alimentos en la tienda o el supermercado. Como además soy hobbesiano, voy incluso más allá: no es la benevolencia del prójimo, sino el poder coercitivo y punitivo del Estado, lo que me permite pasear tranquilamente por la calle y estar relativamente seguro en mi hogar. No me trago esa sandez anarquista de "vaciemos las cárceles": si eso ocurriera, yo sería el primero en huir del país o atrincherarme en mi casa provisto de una buena escopeta de cañones recortados. En el trullo debería haber incluso más gente, sobre todo tanto rufián enchaquetado con amiguitos en cargos públicos, animales disecados en casa y esposas adosadas a un visón.
Y es que la maldad y, sobre todo, la estupidez ajenas son elementos que deben tenerse siempre en cuenta para evitarse muchos disgustos en la vida: que se lo digan si no al Cándido de Voltaire... El pensamiento buenista yerra en no tomarlos como constantes de la conducta humana, como elementos no erradicables dada la naturaleza de nuestra especie (en el resto de los primates parece que ocurre algo parecido). Lo cierto es que la convivencia sería un infierno si el orden social se derrumbara y hubiese que confiar exclusivamente en la buena voluntad del prójimo -y no en el aparato coercitivo y punitivo de un Estado democrático- para andar por la vida sin problemas: no me cabe la menor duda de que el mundo se convertiría en algo parecido al 'Mad Max' de Mel Gibson o a 'La carretera' de Cormac McCarthy. La moralidad se disolvería como azucarillo en leche caliente, por mucho capital social que tenga un país (más en Suecia que en España, y más en nuestro país que en Guatemala).
No hace falta recurrir a la ficción, ya que ahí tenemos el caso de la Yugoslavia de principios de los años 90 (por poner un ejemplo cultural y temporalmente cercano). Gente que conocía aquel país no salía de su asombro al enterarse de las atrocidades allí perpetradas. Quizá no se fijaron bien en el comportamiento de los porteros de discoteca o de los hooligans futboleros. Porque, no nos engañemos, en todos los sitios hay un cierto número de potenciales asesinos y torturadores que no pasan de la potencia al acto hasta que no se dan las circunstancias propicias para ello; si se dieran, si se resquebrajase el orden democrático o estallara el caos, no se portarían mejor que Ratko Mladic (que en paz descanse muy pronto). O sea, que más vale que nunca salgan de la puerta de la discoteca o del fondo sur del estadio para ponerse al frente de un control de carretera o de una brigada paramilitar...
Afortunadamente, los malos son una minoría, pero lo suficiente -con el inestimable auxilio de la amplia legión de estúpidos- como para amargar la existencia al resto de la humanidad. Los buenos son más numerosos que los malos, pero estos últimos suelen ser más poderosos. Por eso, si se diera la circunstancia sumamente improbable de tener juntos bajo un mismo techo a Mladic, a los gorilas que matan o dejan en coma a periodistas en Rusia -y a quienes les pagan-, a los otros primates que matan y descuartizan en México -y a sus respectivos jefes-, al amigo guineano de Bono, a la cúpula de Al Qaeda y a la junta militar birmana en pleno (no he pretendido ser exhaustivo), y alguien decidiera que volasen al cielo, no seré yo quien se lo afee.
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