sábado, 2 de marzo de 2024

Reflexiones pampsiquistas en torno al libre albedrío

Imagen: Obsidian Soul


Hay un asunto en torno al cual confieso haber dado un giro copernicano estos últimos años: el del libre albedrío. He pasado de considerar que somos meros autómatas ejecutando un guion predeterminado a creer que realmente tenemos un margen de libertad. El enfoque determinista sigue siendo mainstream en el ámbito de la ciencia y también en la filosofía seria (la ajena a la charlatanería y la solemnización de la perogrullada), aunque cada vez hay más científicos (Michael Levin y Kevin Mitchell entre ellos) y filósofos serios que apuntan con evidencias y argumentos sólidos a lo contrario: que somos libres relativamente, ya que disfrutamos de una libertad no absoluta sino constreñida.

Voy a apelar, desde una óptica pampsiquista, el modelo idealista de Donald Hoffman de agentes conscientes dispuestos en una red jerárquica. La aleatoriedad pura solo existiría a nivel basal, en los agentes que procesan un solo bit de información. La elección de esos agentes basales sería ad libitum, tan caprichosa y arbitraria como si dieran a escoger a un millar de personas entre dos opciones sin sesgo: por ejemplo, entre A y B (los resultados estarían en torno al 50-50, en conformidad con la ley de los grandes números). Los agentes que procesan dos bits están condicionados por los anteriores, pero disponen de un grado de libertad más: ahora son dos esos grados, ensanchándose el espacio de posibilidades. A partir de una cierta escala, los agentes empiezan a actuar con propósitos y ejercer una causalidad descendente: comban el espacio de posibilidades (el símil relativista es idea del biólogo Michael Levin) de los agentes que están por debajo de ellos, condicionándolos de ese modo. La red jerárquica de agentes podría no tener cúspide, por lo que la creatividad del universo sería ilimitada.

Si algo hay que está determinado es el número de opciones o escenarios posibles que se abren a un agente en cada momento: sean dos, cuatro, cien o 100 millones. Por eso la ecuación de Schrödinger es determinista, aunque expresada en términos de probabilidades asignadas a cada resultado posible (que en las elecciones binarias de las partículas elementales es 50%-50%), ya que nunca se puede saber con certeza qué va a ocurrir. Una diferencia del juego del universo con el ajedrez o un videojuego es que el espacio de posibilidades de estos dos últimos está cerrado: hay un número no infinito de posibles movimientos y partidas, conforme al estado inicial y las reglas fijadas. El tablero del ajedrez no es dinámico (como sí lo es el universo), ya que siempre cuenta con 64 escaques. Y, pese a la complejidad que puede alcanzarse en este hermoso juego, no se producen emergencias: no aparecen, fruto de la evolución de una partida, estados a un nivel superior ni fichas desconocidas al principio (un mamut o una supertorre) con poder causal sobre las de comienzo (peones, caballos, alfiles...). El ajedrez y cualquier videojuego están resguardados del puro azar.

El creador del ajedrez y el de un videojuego no pueden saber qué va a ocurrir en cada partida, ya que esto depende de las decisiones inescrutables de los jugadores. De igual modo, un supuesto creador del cosmos, una vez fijados su estado inicial y reglas, tampoco podría saber qué decisiones van a tomar los agentes conscientes... ¡salvo que fuera omnisciente! ¿Pero sería capaz un hipotético Dios de saber cómo se va a comportar cada agente del universo (incluyendo las particulas subatómicas) en todo momento?...  Eso es lo que se preguntaba el filósofo Keith Frankish en la última edicion de su podcast MindChat con su colega Philip Goff, en la que el neurocientífico Kevin Mitchell era el invitado. La aleatoriedad es completamente irreducible por definición, ya que no existe algoritmo alguno que la capture. Por tanto, ni siquiera Dios podría saberlo (eso es lo que yo me inclino a creer, identificando a Dios con una consciencia pura universal y a cada agente como una manifestación material de dicha consciencia). 

Ahora bien, Mitchell apuntaba que la alternativa a que todo vaya sucediendo aleatoriamente a cada paso (a que, según mi esquema pampsiquista, las partículas subatómicas vayan tomando decisiones binarias de manera insondable) sería que el comportamiento de todos los agentes quedara ya determinado al comienzo del juego mediante una tira gigantesca de números aleatorios establecida por su hipotético creador. Los efectos serían los mismos en ambos casos, pero el primero sería compatible con el libre albedrío y el segundo no: se trataría de un escenario superdeterminista en el que Dios se limitaría a esperar que ocurra lo que ya sabe que va a ocurrir. O sea, sabría cómo actuaría cada agente en todo momento. 

Una objeción planteada por Goff en esta interesante charla es la siguiente: ¿Cómo casa la supuesta libertad de agentes superiores de la red (caso de los humanos) con las distribuciones cuánticas de probabilidad, que son objetivas? ¿Cómo es posible que estas distribuciones (por ejemplo, un 50% de que una partícula exhiba spin up y un 50% de que muestre down) no resulten afectadas por las decisiones libres tomadas por agentes casuales que están por encima de las partículas elementales?... La respuesta de Mitchell es que esas decisiones emergentes no tocan los cimientos aleatorios del sistema, sino que se limitan a cambiar la configuración de este: el ya mencionado combado del espacio de posibilidades de los agentes inferiores, estrechando sus opciones. Es una hipótesis muy razonable (es la que sostiene el veterano físico sudafricano George Ellis), además de compatible con un modelo pampsiquista (no compartido por Mitchell ni por Frankish, pero sí por Goff) en el que todos los agentes conscientes del universo, empezando por las propias partículas elementales, deciden libremente. 

Lo cierto es que sin la indeterminación intrínseca en la base cuántica del universo no habría sido posible nuestra (limitada) libertad ni la asombrosa complejidad del cosmos, de la que nosotros mismos somos buenos exponentes. Nuestras vidas, pensamientos e intenciones no son, según Ellis, un mero resultado de la evolución de un estado inicial en el Big Bang conforme a unas reglas: debemos también su existencia a la indeterminación, responsable de las inhomogeneidades primordiales que condujeron a la formación de las galaxias y de las mutaciones inducidas por la radiación que dieron forma a la historia evolutiva de la vida.

Al final de un post dedicado precisamente hace dos meses a Kevin Mitchell y su libro Free Agents, expuse una duda metafísica que me tiene pensando desde entonces. Voy a reproducir ese párrafo, que viene a colación de lo comentado con anterioridad:

"Si el universo volviera a ejecutarse desde el principio (el Big Bang) con su mismo estado inicial y sus mismas leyes físicas, ¿los agentes volitivos decidirían de manera exactamente igual a como lo han hecho en nuestro universo? La aleatoriedad basal impediría que los sucesos fueran los mismos, pero si ese ruido de fondo fuera exactamente igual (en un esquema pampsiquista, si las partículas elementales que toman decisiones binarias no actuaran de forma diferente), nos toparíamos con un nuevo tipo de determinismo (¿libertarianismo compatibilista?). Mitchell habría escrito su libro porque así lo decidió conforme a sus preferencias, influencias y condicionamientos, ¿pero en las mismas circunstancias (si en otro universo con el mismo estado inicial y leyes todos sus agentes hubiesen tomado exactamente las mismas decisiones desde el Big Bang) no habría hecho exactamente lo mismo?...".

Me intriga mucho esta reciente intuición mía de que, aunque actuamos con cierto margen de libertad, quizá en el fondo nos limitamos a hacer lo que estábamos destinados a hacer... Pero, eso sí, ¡libremente!