viernes, 24 de marzo de 2023

Todo a la vez en todas partes: ¿simple cuestión de gustos?


Hace cerca de un año empecé a ver con ilusión Todo a la vez en todas partes, una película que aparecía como novedad en el catálogo de cine de Movistar Plus. Con ese título tan atractivo y un argumento desarrollado en torno al concepto de multiverso (que no pocos cosmólogos y físicos teóricos consideran una posibilidad real), aquello prometía. Unos 45 minutos después hube de tirar la toalla, estupefacto ante unas escenas de acción tan ridículas (aunque no dudo que hagan las delicias de muchos amantes del cine B) como fuera de lugar: unas escenas gratuitas repetidas sin ton ni son, a cuál más grotesca, adornando una sonrojante trama sin pies ni cabeza (algunos dicen que surrealista, confundiendo el surrealismo con el desparrame sin sentido).

Pero mi mayor asombro vendría hace días, no tanto por constatar su éxito comercial (lo cual entiendo perfectamente en un mundo donde triunfan producciones como Fast and Furious) e incluso por la obtención del Óscar a la mejor película (no hay que subestimar el infantilismo y el oportunismo de Hollywood) como por las críticas favorables de gente inteligente cuyo buen criterio siempre he apreciado. Aunque el casi siempre certero Carlos Boyero, entre otros, opinaba lo mismo que yo en una columna en El País. Lo cierto es que intenté verla otra vez, pensando que quizá se me hubiese escapado algo sublime mas allá de los primeros 45 minutos, pero el tedio fue insuperable: tuve que darle al forward varias veces (vi entera la grotesca escena coelhiana de las piedras parlantes y alguna que otra más), saltándome escenas de patadas voladoras y de hostias como panes, hasta llegar al final.

No hablaré más de la película, ya que este post no pretende ser una crítica a esta obra (me remito al texto de Boyero, que suscribo al 100%) sino una reflexión mucho más general sobre la subjetividad de los gustos: ¿Hay algo objetivo en ellos? ¿Hay verdades a este respecto?... Si Mario Vaquerizo fuera nominado al Nobel de literatura por las letras de las Nancys Rubias, ¿sería razonable que alguien dijera que es un "reconocimiento merecido al Bob Dylan español"? ¿Esa opinión estaría en pie de igualdad (apelando a la subjetividad de los gustos) con la de quien sostuviera que se trataría de una vergonzante aberración y de un insulto grosero a la inteligencia?...

Para cualquier persona con dos dedos de frente, semejante nominación al Nobel sería inconcebible. Pero estoy convencido de que no pocos la defenderían como una "audaz apuesta por la transgresión" o una "aproximación a la mirada queer" por parte de una Academia sueca hasta ahora "anquilosada en rancios modelos binarios excluyentes". Otros lo aplaudirían en la creencia de que así se fomentaría la lectura entre los nativos digitales y se abriría la literatura al gran público. Eso sí, no me imagino a Gorka y José Miguel (¡a quienes sí les ha gustado Todo a la vez en todas partes!) participando de ese entusiasmo en condiciones normales: o sea, sobrios, no sujetos a alguna enajenación mental transitoria y sin Olvido Gara con una pistola apuntándoles a la sien. 

José Miguel me expuso precisamente hace años su creencia en que hay varios tipos de humanos que definen inclinaciones o preferencias diferentes en la vida, más allá de las primarias comunes a todos. Así se explica que haya gente que disfrute con cosas (desde la cocina al fútbol pasando por la filosofía, las carreras de coches o el bricolaje) que otros consideran intragables: esas discrepancias serían producto de la natural variabilidad en las poblaciones humanas. Yo hace tiempo que llegué a la conclusión de que no es mayor o mejor el disfrute de una lectura de Jeremy Bentham que el de un bodrio de sobremesa de Antena 3, el de una comida en Can Roca que el de un donut, el de un concierto de Schubert que el de un partido de la tercera división de la Liga moldava (esos que ve con pasión Maldini). El propio Bentham, a diferencia de su discípulo utilitarista Mill (para quien sí hay placeres superiores a otros: el deleite intelectual de un humano sería de una calidad superior al de un cerdo retozando en el barro), sostenía eso mismo. No obstante, mas allá de las subjetividades hay cosas innegablemente objetivas. 

El filósofo inglés contemporáneo Philip Goff defiende que hay valores objetivos con este ejemplo:

Imagina que tienes dos hijos, el mayor de los cuales crece odiando la filosofía y amando el fútbol, cuya práctica le hace feliz. Cualquier padre o madre con un mínimo de sensibilidad y sentido común consideraría irrazonable intentar imponer sus preferencias personales (supongamos que los progenitores adoran la filosofía y odian el fútbol) a su hijo sometiéndole a algún tipo de tratamiento o medidas correctoras.

Ahora bien, supongamos que tu hijo menor crece con el objetivo básico de contar cuántos coches amarillos hay diariamente en el barrio, algo que se convierte en el objetivo principal de su vida pese a resultarle agotador y hacerle infeliz. En este caso, el sentido común sugeriría una terapia, lo cual sería muy comprensible y no debería ser interpretado como una injusta imposición paterna. Si no existen valores objetivos, si todo es mera subjetividad, buscar la salud y la felicidad serían fines igual de arbitrarios que contar coches amarillos. El intervencionismo con el hijo pequeño sugiere la idea de que hay algo objetivamente problemático en no preocuparse de su propia salud y felicidad, de ahí que resulte razonable a diferencia del destinado a encarrilar a su hermano mayor hacia la filosofía en detrimento del fútbol.

¿Es el ejemplo de Goff extrapolable a los valores estéticos? Aunque cualquier persona con criterio y en su sano juicio solo puede reaccionar con estupor, indignación y hasta horror a una hipotética nominación al Nobel de literatura de Mario Vaquerizo, ¿hay alguna manera de sustentar esto racionalmente? Claro que hay un canon literario conforme al cual esta posibilidad es absurda y desechable, pero este viene dictado por los profesionales de las letras. ¿Y qué hay de la voz de la calle, seguramente muy distinta de la de los académicos? El gran público habría aupado antes a la gloria a Dan Brown que a John M. Coetzee, a Stieg Larsson que a Vargas Llosa. Es un hecho que jamás se han dado explicaciones públicas de cuáles son los requisitos que hacen a alguien merecedor del Nobel a las letras. Pero puede que un día alguien tenga la ocurrencia de sostener que Vaquerizo "ha creado nuevas expresiones líricas dentro de la gran tradición de la música popular española", que "durante 25 años ha estado inventándose a sí mismo" y que su último trabajo discográfico con Nancys Rubias es "un extraordinario ejemplo de su brillante manera de transgredir, de su brillante forma de pensar". Propiciando así un histórico encuentro entre el inefable bardo de Vicálvaro y el rey de Suecia.

En el ámbito de la estética, el homólogo a la felicidad como valor objetivo sería la belleza. Pero así como la gente puede ser feliz con muchas cosas (incluyendo el contar coches amarillos), su concepto de belleza no es el mismo. Hay unanimidad en considerar como bellas una flor, una cebra o una puesta de sol, pero el consenso se difumina cuando se trata de una obra de arte o literaria. Ya dijo Hume hace siglos que la belleza no es una cualidad de los objetos sino de las mentes que los contemplan, y que cada mente percibe una belleza diferente. Pero apuntó hacia una cierta objetividad al reconocer el dictamen final del tiempo como prueba de fuego de la grandeza de una obra artística (intuyo que ese tribunal del tiempo no será benevolente con la película más oscarizada de este año).

Lo cierto es que sin subjetividad, sin una singular mirada al mundo, no hay belleza. Esa mirada es distinta en un murciélago, en una ballena y en un humano, pero también difiere entre humanos: todo depende de la configuración físico-mental del individuo, en parte determinada biológicamente y en parte ambiental y culturalmente. Quizá Alexander Nehamas tenga razón al sostener que la belleza crea comunidades de personas definidas por distintos cánones u ortodoxias, unos grupos en los que los gustos compartidos confieren a sus miembros un sentimiento comunitario. Esta idea es compatible con la de Kant, para quien las verdades estéticas son al mismo tiempo subjetivas y universales, puesto que cada persona tiene las suyas pero espera que las demás las compartan (y, de hecho, disfruta al comulgar estéticamente con otros). Pero es un planteamiento opuesto al de platónicos y neoplatónicos, para quienes la belleza es objetiva y lo bello es tal porque participa de esas ideas o formas perfectas y eternas (por eso nos gustan el orden, la simetría y la armonía) que supuestamente moran más allá de nuestro mundo físico.

Por motivos que se me escapan (¿implicación emocional con algún personaje o situación, querencia por cierta narrativa visual o código expresivo, distintos prejuicios positivos y negativos, diferente momento anímico...?), Gorka, José Miguel y otros muchos individuos con criterio no están en mi equipo en lo referido a Todo a la vez en todas partes. Habrá que aceptarlo deportivamente. Ahora bien, me tendrán enfrente (¡ahí no tendré contemplaciones!) si optan por apoyar la candidatura al Nobel del marido de Alaska...