Para llegar a la bahía de Las Playas, en la isla canaria de El Hierro, hay que atravesar un estrecho túnel. Un semáforo (el único que hay en la isla) regula la entrada de coches de uno y otro lado, ya que solo hay un carril disponible. Al entrar en Las Playas te recibe a la izquierda el Roque de Bonanza, uno de los emblemas de El Hierro, en cuyo derredor suele haber una docena de buceadores listos para sumergirse en las frescas aguas del Atlántico. Al fondo, donde termina la carretera, se divisa el coqueto parador nacional. Todo al pie de una imponente mole rocosa coronada por un bosque de pino canario (El Pinar).
Hace justo 20 años, en el verano de 2000, me asomé a ese paisaje tras cruzar andando el túnel. El parador estaba entonces cerrado por los graves daños causados por un temporal. A mitad de camino entre el túnel y el parador, el morador de una de las pocas casas del lugar me invitó a tomar un vaso de agua. Yo era un joven mochilero solitario descubriendo su hermosa isla (mi preferida de Canarias). No recuerdo si al final me convidó a un café. Lo cierto es que le dije que vivía en Madrid y él me contó que su hija (¿o acaso su hijo?) estudiaba en Tenerife. Me dijo que le mandara una postal a mi vuelta, que bastaba con poner en ella su nombre y Las Playas (El Hierro). Abandoné luego Las Playas no por el túnel sino por la antigua carretera que bordeaba el mar. Un perro me siguió hasta un punto en que la carretera terminaba abruptamente: el temporal había hecho que se desplomara un tramo de algo más de un metro. Había pues que saltar para no precipitarse a las rocas del fondo, batidas por las olas. Yo lo hice, pero el pobre perro no se atrevió y dio marcha atrás con evidente pesadumbre.
De vuelta a Madrid le mandé la postal a ese amable paisano.
Hace unos días retorné a esa isla y volví a asomarme al paisaje que se abre al salir del túnel. El Roque de Bonanza seguía igual que en el 2000 o que en el 1400, cuando los nativos bimbaches aún no habian conocido a los cristianos europeos que les arrebatarían su tierra y venderían como esclavos. Había un restaurante y alguna casa más. Y, por supuesto, el parador había sido reconstruido. En el restaurante pregunté por un señor que vivía en una de esas casas y debía ya andar por los 85 años. Di la pista del hijo/hija que estudiaba 20 años atrás en Tenerife. "Maximino o Dimas", me dijo el camarero. ¡Sí, me sonaba mucho Maximino! "Murió hace cinco años", dijo a continuación. Sentí algo extraño. Me acordé también del perro, muerto también sin duda (a saber cuándo y cómo). La vieja carretera que serpenteaba junto al mar no había sido reparada, dejada a merced de los elementos. Esta vez abandoné Las Playas por el túnel.
¿Qué fue del perro y de Maximino tras separarnos? ¿Fueron ambos felices en su andadura vital, uno en traje canino y otro en traje humano? ¿Les valió la pena? ¿Qué impresión les di? ¿Le gustó la postal a Maximino?... Me pregunto si estoy condenado a no saberlo jamás... o acaso abocado necesariamente a saberlo.