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Dijo el genetista inglés JBS Haldane, el mismo que aseguraba jocosamente que daría su vida por la de dos hermanos u ocho primos, que el universo es más extraño de lo que podemos imaginar. ¡Y qué decir del Multiverso! Por no hablar de conceptos como los de nada o infinito. Si Mario Bros fuera consciente y lograra salirse de su videojuego, sin duda que suscribiría la afirmación de Haldane: lo que se encontraría fuera sería completamente alucinante. Pero es que, por una limitación ontológica insalvable, el pobre Mario jamás podrá salirse de su pantalla (ni su programador podrá nunca sacarlo de ella). Y lo mismo puede decirse de nosotros, prisioneros del espacio y el tiempo. Aunque es cierto que cada vez que soñamos, imaginamos o nos encontramos bajo los efectos de alguna sustancia alucinógena (¿y acaso también en el trance de morir?) ya transitamos por otro mundo, donde espacio y tiempo dejan de estar presentes y no rigen las leyes de la física.
Adoptemos un esquema materialista o uno dualista, uno determinista u otro donde haya un hueco para el libre albedrío, la consciencia siempre estará ahí presente como un factor clave del puzle de la realidad. Si aceptamos conjuntamente el pampsiquismo, la interpretación cuántica de Wigner y el modelo de destrucción ab toto de Vedral, toda consciencia (desde la más simple -que podría ser la de un electrón- a la más compleja) alumbraría parcial y subjetivamente la realidad haciendo a cada tic de Planck una poda de todas las posibilidades del Multiverso: esto es, haciendo colapsar sucesivamente la función de onda cuántica. De tic a tic, mediante una siega ordenada y coherente del Todo (sujeta a las leyes físicas de un universo y, por tanto, a las reglas de la causalidad a partir de un determinado estado inicial), la consciencia huiría de la nada cobrando una individualidad. Esa consciencia individual sería la ola de un océano de consciencia universal que moraría en la nada. La diferencia con el mar es que en nuestro símil solo las olas habitan en la realidad: el océano sería pura nada, pura consciencia.
La interacción con el Todo (su destrucción ab toto ordenada y coherente con las leyes físicas que correspondan) abriría la puerta para salir de la nada y asomarse a un universo del catálogo del Multiverso bajo algún avatar material más o menos evolucionado y complejo. En ocasiones, a lo sumo como meros átomos y moléculas aglomerados en objetos inertes (una roca, un cigarro, una taza de té...) con escasa información y valor emergente: una cerilla, un canto rodado o una cuchara tendrían tanta consciencia individual (o sea, ninguna) como un charco de agua, una hoja de papel o un típico castell humano catalán, lo que no obsta para que sus componentes (moléculas, átomos y castellers) sí la tengan. En otras ocasiones, encarnada en seres vivos como nosotros de complejidad variable y con una estructura jerárquica de consciencias en su interior (con la consciencia personal emergente en la cúspide).
Vamos a presumir que ese Todo, que tiene una existencia abstracta o platónica y comprende todas las posibilidades del Multiverso (incluidas todas las leyes físicas y las verdades matemáticas), es eterno e inmutable. Se trata de una especie de almacén o repositorio del que se nutre cualquier universo del catálogo multiversal. Unos universos que podrían ser reales o simulados, aunque quizá no haya diferencia y sean indistinguibles. Porque solo se trata de aplicar una receta: un cierto estado inicial y unas ciertas leyes. Asumamos también que la consciencia es consustancial a la energía-materia, de manera que no deja de estar presente desde el Big Bang hasta el final de un universo en todas las escalas y gradaciones posibles. El espacio y el tiempo serían, como dijo Kant, intuiciones o formas a priori necesarias para la experiencia (a la que además condicionan): sin ellos no hay conocimiento posible. Tras Einstein podemos afirmar que existen objetivamente como dimensiones, pero que su percepción es siempre subjetiva (depende del observador). El fluir del tiempo y la percepción local del espacio serían fabricaciones de la consciencia individual que va siguiendo una ruta multiversal, que va labrando su camino por su correspondiente universo. ¡Y solo hay un camino para cada consciencia, solo un universo que comparte jalones con muchos otros! (mi yo de hace meses que no se animó a escribir este libro o mi yo más reciente -de hace solo un par minutos- que no se animó a escribir unas líneas esta misma tarde ya son otros distintos a mí).
Aunque nos abonáramos al materialismo más estricto (suponiendo que la consciencia no es consustancial a la materia sino una emergencia de esta), la materia podría ser consecuencia necesaria de la nada. Y la vida podría ser consecuencia necesaria de la evolución de la materia. Y la inteligencia y la consciencia podrían ser consecuencias necesarias de la evolución de la vida. Y la compasión podría ser consecuencia necesaria de la evolución de la inteligencia y la consciencia. Y Dios podría ser consecuencia necesaria de la evolución de la compasión, apareciendo al final del universo identificado con una singularidad tecnológica. O sea, producto necesario de la materia y en última instancia de la nada (¿a su vez ya Dios o consciencia universal, cerrando el círculo, tal y como elucubramos en un párrafo anterior?...).
En su cuento de ciencia-ficción La última pregunta, Isaac Asimov narra la evolución de una generación de superordenadores (a partir de uno llamado Multivac, que empezó a estar operativo en la segunda mitad del siglo XXI) a los que sucesivas generaciones de humanos no dejan de hacer una pregunta para la cual, dadas sus limitaciones computacionales, no logran encontrar respuesta (aunque ya han dado cuenta de todas las demás, que han resuelto las necesidades materiales de la humanidad). La cuestión de marras es “¿Puede revertirse la muerte térmica del universo?”. Al cabo de billones de años ya se han fusionado todas las mentes humanas existentes (desligadas desde hace mucho tiempo de sus cuerpos) en una sola que sigue haciendo en vano la pregunta al superordenador (ahora instalado en el hiperespacio), con el que acaba también fusionándose. Pasados tres trillones de años desde el Multivac, ya no hay nadie en el universo para formular la pregunta. Pero el superordenador/superconsciencia halla por fin la respuesta y, tras llevarla a la práctica (eliminando toda la entropía del universo), decide transmitirla de la única manera que puede desde el hiperespacio: produciendo un nuevo Big Bang. El trasfondo científico de este cuento de Asimov (al que cabe objetar un comprensible sesgo antropocéntrico) es también compatible con un paradigma materialista. Y, por supuesto, con el evolucionismo y la hipótesis de la singularidad tecnológica.
La evolución comienza tan pronto un universo se materializa, saltando a la palestra en forma embrionaria con todas sus potencialidades a través del vacío cuántico. Este último actuaría como un primer embudo o tamiz destructor/reductor del Todo (¡a saber cómo y por qué lo destruye de un modo y no de otro!), fijando así un estado inicial y un conjunto de leyes físicas. Las consciencias más rudimentarias salen entonces a la luz como actores (ya en la singularidad primigenia habría una consciencia igual de primigenia) y empiezan a interactuar. Sin el concurso del tiempo no hay evolución. Sin evolución no hay cambio ni complejidad (con sus consiguientes emergencias), ni ruta alguna hacia una singularidad tecnológica. La evolución es pilotada por la selección natural, que elimina todo rasgo o conducta incompatible con la supervivencia o pervivencia. Esta siega no solo es aplicable a los seres vivos: rige a todos los niveles, desde las partículas elementales hasta los propios universos (hay universos que no llegan a cuajar, por no ser viables).
En nuestro modelo pampsiquista, todo electrón dentro de un átomo solo tiene dos opciones reales: espín a un lado o a otro. Sus otros números cuánticos (o sea, sus otros parámetros o grados de libertad) ya están determinados por la fuerza electromagnética, así como su libertad para saltar de un orbital a otro o huir del átomo (estos movimientos solo dependerían de su nivel de energía, por lo que no habría opción alguna al respecto). Los animales más inteligentes tenemos muchas más opciones, aunque sin duda menos de las que nuestra consciencia nos hace creer. Porque buena parte de ese espacio de libertad ya está ocupado, a un nivel inferior al de la consciencia personal, por nuestros órganos (sobre todo, el cerebro), células, moléculas e incluso partículas elementales, tal como hemos aventurado.
El manejo de esos márgenes de actuación no es otra cosa que el libre albedrío. Al ser esclavos de las leyes físicas, los electrones dentro de un átomo (y también los electrones libres, como los que circulan por los cables eléctricos) tienen escaso hueco para ejercitar su teórica libertad. Elegir espín hacia un lado o hacia otro es equiprobable por la misma razón por la que serían equiprobables las caras y las cruces, o los ceros y los unos, si preguntáramos a un grupo de gente por sus preferencias (y no hubiera sesgo alguno en ellas). También es muy estrecha la libertad de las células y tejidos corporales, al estar sujetos a una programación genética: poseen la misma libertad que nosotros si pretendiéramos echar a volar como pájaros. Por eso mismo, un termostato no puede elegir entre encendido o apagado. El orden de las leyes impone su yugo, reduciendo los márgenes de libertad. Cierta pérdida de esta es el precio a pagar por la inteligencia y la consciencia materializada (por cualquier manifestación del orden, lo que incluye también una estrella, un puente, un videojuego o un código de circulación).
Lo cierto es que hay una tupida maraña de hilos, de remotas causas y efectos, que conducen desde el Big Bang hasta tu existencia personal. Todos tus instantes siempre han estado y estarán ahí fuera, en el gran almacén platónico, disponibles para ser recolectados coherentemente en el marco de tu consciencia o de la cualquier otro tú (aunque en propiedad no serías tú) del Multiverso. Todos esos tús, además de todos los otros innumerables yos, serían en el fondo uno solo: o sea, que tú, yo, Mansur al-Hallaj (el místico sufí persa que fue ejecutado por haber gritado en éxtasis “Soy la verdad”) y cualquier otro ser (no necesariamente vivo) procesador de información… ¡somos Dios! Esta película empezó hace más de 13.800 millones de años. Pero está sucediendo en cada una de sus infinitas variantes. ¿Por qué? Quizá porque Dios (la consciencia pura o desencarnada, el morador eterno de la nada) está experimentando lo que es tener traje carnal, lo que significa ser-estar fuera de la atemporal y aespacial nada, en todas y cada una de sus posibilidades. Quizá por diversión, o por curiosidad, o por ambas cosas. O por algo inimaginable. En su libro Los restos de Dios, el escritor de ciencia-ficción y dibujante estadounidense Scott Adams sugiere justo lo contrario: que Dios se habría aniquilado en el Big Bang para saber lo que es no existir (ya conocedor de todas las posibilidades de existir). Nosotros seríamos sus restos, en proceso de reconstrucción gracias a la evolución de la vida inteligente.
En cualquier caso, seamos sus restos o no, ¿cuál sería el sentido de nuestras vidas? Pues el solo hecho de existir, de ser ventanas a disposición de la Consciencia para ser y percibir de manera subjetiva en el espacio-tiempo. Ventanas para gozar, sufrir, amar, odiar, acariciar, dañar, aprender, errar, encontrar sentido y sinsentido, descubrir la bondad y la maldad, la belleza y la fealdad… En suma, para poder desarrollarse espiritualmente en un escenario de permanente incertidumbre y ocasional zozobra donde se despliegan fuerzas antagónicas y la provisionalidad y la pérdida son moneda corriente. Ventanas que podrían cerrarse infinitesimalmente, de manera asintótica con la nada (con la consciencia universal), tal como un día se nos ocurrió a mi amigo Salva y a mí.
¿Y por qué existe ese Dios-consciencia? Acaso porque sí: sería un brute fact. ¿Al igual que el Todo platónico? ¿O este último es un producto de Dios, pergeñado para permitirle salir de la nada de todas las maneras posibles?... ¿Y si Dios fuese una entidad a su vez inscrita en una realidad superior, completamente inabordable por él mismo? En ese supuesto sí que habría que hacer caso a Wittgenstein y, muy a nuestro pesar, callar. Callemos pues, por fin, cediendo la palabra a la poesía.
“Platón o el porqué” (Wislawa Szymborska, poeta polaca):
Por oscuros motivos,
en desconocidas circunstancias
el Ser Ideal ha dejado de bastarse a sí mismo.
Podría haber durado y durado, sin fin,
hecho de la oscuridad, forjado de la claridad
en sus somnolientos jardines sobre el mundo.
¿Para qué diablos habrá empezado a buscar emociones
en la mala compañía de la materia?
¿Para qué necesita imitadores
torpes, gafes,
sin vistas a la eternidad?
¿Cojeante sabiduría
con una espina clavada en el talón?
¿Desgarrada armonía
por agitadas aguas?
¿Belleza
con desagradables intestinos en su interior
y Bondad
-para qué con sombra,
si antes no tenía-?
Ha tenido que haber algún motivo
por pequeño que aparentemente sea,
pero ni siquiera la Verdad Desnuda lo revelará
ocupada en controlar
el vestuario terrenal.
Y para colmo, esos horribles poetas, Platón,
virutas de las estatuas esparcidas por la brisa,
residuos del gran Silencio en las alturas…