sábado, 26 de agosto de 2017

Arriba y abajo (tras el Juicio Final)


Si existiera el Dios judeocristiano y tuviera que mandar a unos humanos al cielo y a otros al infierno -dejemos el limbo para otra entrada-, ¿qué características deberían reunir ambos lugares?, ¿cómo serían, si lo que se pretende es impartir justicia del mejor modo posible, el gran premio y el gran castigo?

Un sitio apestoso con un clima infernal y torturas a diario durante toda la eternidad sería ciertamente apropiado para los malvados (vamos a tomarnos la licencia de suponer que Dios actúa racionalmente y solo considera como tales a los tiranos, asesinos y psicópatas dañinos, no a quienes no creen en él, ven pelis porno, son homosexuales, se divorcian o reciben una transfusión sanguínea), aunque solo en el improbable supuesto de que exista el libre albedrío: de otro modo, ¿cómo culpar o responsabilizar a nadie de hacer lo que ya estaba predeterminado que hiciese?

También está la opción de vivir eternamente apartado de Dios, por la que parece inclinarse la Iglesia católica del siglo XXI. Habría que ver el verdadero significado de esto, ya que semejante existencia eterna sin Dios pero rodeado de ciertas tentaciones terrenales podría resultar no tan terrible...

Una tercera vía sería directamente la aniquilación tras suspender el examen del juicio final. Bien visto, podría ser hasta un premio para los malos: toda tu vida puteando al prójimo y simplemente te acabas sin más... No soy muy partidario, la verdad (aunque Dios sabrá, desde luego).

Lo más inquietante, sin embargo, es la suerte reservada a los buenos. Vivir para siempre en la Tierra en cuerpo y alma (es lo que creen literalistas bíblicos como los Testigos de Jehová) quizá no sea lo mejor si tu muerte acontece a los 100 años en vez de a los 20: ¡serías un centenario inmortal! Pero podría ser una condena en cualquier caso (aun en el dudoso supuesto de que todos resucitáramos como veinteañeros y en el mucho más improbable -a tenor de lo escrito en los textos sagrados- de que siguieran existiendo placeres mundanos como los carnales). Estoy seguro de que mucha gente, tras unas décadas o siglos de euforia, se acabaría aburriendo y deprimiendo. Más de uno envidiaría incluso el destino de los malos aniquilados, que para los budistas es curiosamente (puede que no anden desencaminados) el de la genuina liberación. Una alternativa razonable sería la integración espiritual con Dios, la disolución de nuestro yo individual en la divinidad.

En fin, que el improbable Juicio Final de las grandes religiones monoteístas nos coja al menos confesados a los buenos (permítanme la inmodestia de incluirme en este grupo, aunque por razones obvias no crea en absoluto en semejante cuento). Eso sí, muchísimo más probable veo el Juicio Final a manos de alguna Singularidad acaso no lejana.

domingo, 6 de agosto de 2017

¿Cómo fabrica la Naturaleza un cerebro?


Es prácticamente imposible que un fenómeno complejo como la vida o la inteligencia surja sin evolución y la consiguiente selección natural. La única forma de prescindir del concurso de la evolución (un proceso lento y gradual por definición) para obtener cerebros, ciudades, sinfonías o códigos morales sería apelando al azar, tal como aventuró hace más de un siglo Ludwig Boltzmann (en cuya lápida en un cementerio de Viena está inscrita, por cierto, la fórmula de la entropía: S = k x log w). Según el físico austríaco, el Universo asistirá a la creación espontánea de cerebros, fruto de fluctuaciones aleatorias (al fin y al cabo, aquellos son solo combinaciones de un gran número de partículas), si tiene a su disposición un tiempo infinito: son los llamados cerebros de Boltzmann, desprovistos de cuerpo pero con toda la información y recuerdos de algún cerebro humano en algún momento de su existencia, que flotarían en la inmensidad del Cosmos tras su súbita y extremadamente improbable aparición de entre el caos.

Conseguir vida e inteligencia sin evolución sería mucho más improbable que redactar íntegramente El Quijote encomendando a un mono inmortal la tarea de darle sin parar a las teclas de un ordenador de manera aleatoria. O haciendo que cada letra de la novela de Cervantes, desde la primera a la última en perfecto orden, se corresponda con lo dispuesto por una gigantesca tirada de dados no sesgados de 27 lados (uno por cada carácter). Desde el big bang no ha habido tiempo suficiente en el Universo para que ocurran semejantes cosas... ¡pero terminan ocurriendo si el tiempo es ilimitado!

Para que haya evolución-selección también se necesita tiempo, aunque muchísimo menos gracias al poder autoorganizativo del orden (o sea, de la entropía negativa o neguentropía). No recuerdo quién dijo que el tiempo es lo que hace que la conciencia no perciba instantáneamente -cual mente omnisciente- todos los sucesos del Universo. Seríamos Dios si fuéramos omniscientes, pero nuestra vida como individuos quedaría desprovista de todo sentido o propósito: conceptos que no son ajenos a nadie con traje carnal como bondad, maldad, belleza, arte, amor, aprendizaje, placer, sufrimiento, ilusión, progreso, esperanza o felicidad (todos ellos, por cierto, alojados en el cerebro) se disolverían por completo.