lunes, 19 de noviembre de 2012

Los payasos de la tele y el paso del tiempo

Quién me iba a decir a mí, cuando con ocho años merendaba frente a la tele en un piso del Edificio Obelisco de Las Palmas viendo el circo de los payasos, que un domingo del otoño de 2012 me tocaría estar escribiendo "Muere Miliki" en un ordenador (entonces se hablaba de computadora) del edificio B de Torrespaña (complejo inaugurado en 1982) y montando la página web dedicada a su persona en RTVE. Por entonces, en aquel lejano 1976, Internet era una cosa inimaginable. Probablemente ese año ya empezara a utilizar la pesada máquina de escribir de casa con la que haría todos mis trabajos posteriores de E.G.B., Bachillerato e incluso Universidad (cuando estaba terminando la carrera, a principios de los años 90, ya existía ese editor de textos primitivo -¡aunque tan novedoso para la época!- llamado Wordperfect, pero yo seguía sin tener ordenador).


A los payasos de la tele tuve ocasión de verlos una vez en persona, cuando vinieron a ofrecer su espectáculo en la gallera de Las Palmas. Al final, junto con otros muchos niños, estuve rondando por el escenario cerca de aquellos míticos Gabi, Miliki y Fofito (Fofó ya se había muerto). Si hubiera habido un agujero de gusano en el escenario de la gallera, una pasarela en el espacio-tiempo que me hubiese permitido dar un salto instantáneo desde finales de los 70 hasta las navidades de 1999, habría podido contemplar atónito el lanzamiento del disco A mis niños de 30 años: todo un latigazo de nostalgia que certificaba, por si quedase alguna duda (¡a mis 31 tacos!), el final de la juventud de quienes habíamos nacido a caballo entre los años 60 y 70.

(Volver a oír esas canciones después de tanto tiempo, ya en puertas del mitificado 2000, me puso un nudo en la garganta. Luego ya me acostumbré, porque llevaba el disco siempre en el coche cuando mi hijo era pequeño (él nació en 2004). También nos hicimos con el DVD de dibujos animados en el que salía Miliki, que a mi hijo le encantaba.)

Y si me hubiese transportado en ese hipotético agujero de gusano una década más hacia adelante, hasta el domingo 18 de noviembre de 2012... Entonces habría visto a un tipo canoso de 44 años sentado frente a un ordenador, con el Pirulí en lontananza y un coche de su propiedad -¡no el de papá!- aparcado abajo para conducirle de vuelta a casa al caer el Sol: otra casa diferente -en un lugar lejano, habitada por una persona aún desconocida y otra incluso inexistente- a aquella en la que veía los payasos de la tele mientras merendaba (qué ricas eran las naranjas que me ponían mi madre y mi abuela) después de una larga -eran largos los días de la niñez- jornada de colegio en Tamaraceite.

domingo, 11 de noviembre de 2012

¿Por qué? (Pinker te responde)

¿Por qué ocurren las enfermedades y los desastres naturales? ¿Por qué existen el dolor, el sufrimiento y la injusticia? ¿Por qué los seres humanos se matan entre sí? ¿Por qué hay hombres que violan a mujeres?...

Para responder a estos interrogantes podemos elegir entre acudir a la razón o a la superchería (dentro de la cual debe incluirse, por supuesto, a la religión), ese vistoso manto con que suele adornarse la tradición. Podemos echarle la culpa de todos nuestros males al pecado original, los albinos, las brujas, el mal de ojo, el gato negro, Satanás, la voluntad insondable de un supuesto Creador... Pero por esa vía nunca llegaremos a comprender y quedaremos siempre a merced de la frustración y la impotencia (salvo que optemos por el autoengaño -como Unamuno- o seamos estúpidos). La ciencia es la mejor herramienta para procurar entender no solo el funcionamiento del Universo y el comportamiento de sus objetos, sino también nuestra propia naturaleza y conducta. Para responder incluso a preguntas menos solemnes como por qué la gente tiende a ser altruista con su entorno familiar y egoísta más allá de su círculo afectivo, por qué hay tanto imbécil presumiendo de coche, ropa y smartphone, por qué los hombres tienden a ser más infieles que las mujeres o por qué las top-models y los empresarios muy adinerados se atraen mutuamente.

Si queremos combatir o erradicar algo, necesitamos conocerlo bien. Ninguna medicación funcionará, por muy eficaz que sea, si no está asociada a un diagnóstico correcto (y es irrelevante que este nos guste o no). De nada sirve aplicar quimioterapia para aliviar un catarro, de nada sirve tomarse una aspirina para curar un cáncer. Si no comprendemos bien nuestra naturaleza humana estaremos dando palos de ciego en la lucha contra lacras a ella asociadas como la violencia o el machismo.

Eso es lo que sostiene el brillante psicólogo evolutivo canadiense Steven Pinker, autor entre otras obras de La tabla rasa y de Los ángeles que llevamos dentro. En la primera de ellas, La tabla rasa, Pinker desmonta tres mitos muy arraigados en nuestro pensamiento y en la ortodoxia académica de las ciencias sociales y las humanidades: el de la tabla rasa (porque no somos una hoja en blanco al nacer, ya que venimos equipados genéticamente con un hardware y un software de serie), el del buen salvaje (porque no es cierto que nazcamos buenos y el entorno luego nos corrompa) y el del fantasma en la máquina (porque la mente es un producto del cerebro, a su vez modelado por la selección natural).

Por supuesto, para comprender hay que tener en cuenta los diferentes niveles de análisis de la realidad. Como dice el propio Pinker, es absurdo analizar las causas de la Primera Guerra Mundial atendiendo a la dinámica de electrones y quarks. En este caso habría que hacer un análisis en el plano social (sociología-economía-historia), sin perder de vista el plano individual (psicológico) del que este emerge. Y conscientes de que este plano individual es a su vez deudor del genético, que a su vez lo es del químico y en última instancia -hasta donde conocemos- del físico. Obviamente, siempre diferenciando la causalidad próxima de la causalidad última. Los seres humanos se enamoran porque les hace felices (causa próxima), aunque en el fondo haya una inclinación genética (causa última): ello no tiene por qué quitarle valor al amor u otros sentimientos, insiste Pinker.

El científico canadiense afirma que el ejercicio de la violencia tiene un fundamento racional, aunque a veces sea consecuencia de cálculos erróneos. Somos máquinas de supervivencia informadas genéticamente, y el conflicto de intereses entre máquinas de supervivencia -y entre agregados de máquinas de supervivencia como los clanes o los Estados- es inevitable. Para minimizar la violencia, por tanto, hay que desactivar sus fundamentos: esa es la única manera efectiva. No se frena la violencia apelando a la paz, del mismo modo que no se elimina una inclinación al maltrato doméstico haciendo seminarios de igualdad de género o cursos de papiroflexia.

Se socava la violencia prohibiendo su ejercicio individual para convertirla en monopolio del Estado (el Leviatán del que hablaba Hobbes) y creando una comunidad de intereses a través del comercio (una idea brillante que se remonta a Kant y sobre la que se fundó la Unión Europea), además de fomentando el cosmopolitismo y la extensión de la educación. Por eso Pinker afirma en su último libro, respaldado por una amplísima munición estadística, que nunca la humanidad fue menos violenta que ahora. "Con la violencia, como con otras muchas preocupaciones", se lee en La tabla rasa, "el problema es la naturaleza humana, pero, al mismo tiempo, la naturaleza humana es la solución".

En suma, que venimos al mundo con un equipamiento mental de serie, que no nacemos buenos (los niños menores de dos años matarían a diestro y siniestro si tuvieran armas a su alcance) y que el alma como artefacto separado del cuerpo es tan real como el vaporoso éter del que hablaban los antiguos. Pero, para Pinker, esto no tiene por qué ser tomado como una desgracia: "Nada impide que el proceso amoral de selección natural desarrolle un cerebro con unos auténticos sentimientos de generosidad. Se dice que aquellos a quienes gustan las leyes y las salchichas no deberían ver cómo se hacen. Lo mismo ocurre con los sentimientos humanos". Conclusiones las suyas, fruto de la razón, mucho más atinadas que la superchería para acercarse al entendimiento de la realidad y poder actuar en consecuencia.