Cerca de mi casa hay un taller de coches con pinta de no pasar una inspección: ni sanitaria ni laboral ni fiscal. Al lado, entre montones de escombros, baterías abandonadas, restos de aceites e inquietantes bidones, pacen ovejas con cuya leche se harán presuntamente quesos que podrían llegar al mercado. Cuando contemplo este hiriente paisaje me sacude un estremecimiento, al imaginarme a alguien comprando ese queso y dándoselo de alimento a sus hijos, al imaginarme a mí mismo haciéndolo desde la ignorancia confiada. Y es inevitable que mi confianza-país se derrumbe, que tenga la sensación de estar a merced de un montón de desalmados y de cafres: los unos por acción dolosa, los otros por omisión (no necesariamente menos dolosa) y la mayoría por pura desidia estúpida (eso sí, que no les toquen el fútbol, los encierros locales o la romería de su Virgen, que no les bajen los límites de velocidad en carretera).
Entonces miro y remiro los sellos de agricultura ecológica de la fruta comprada en el supermercado y empiezo a sospechar hasta de mi sombra ¿Y si me están dando gato por liebre? No se me olvida que vivo en España, en el país de Torrente, el aceite de colza adulterado, la aluminosis, Nueva Rumasa, Jesús Gil, El Algarrobico y el Premio Planeta. Me asaltan párrafos de la Gomorra de Roberto Saviano: jamones de procedencia rumana sin controles sanitarios a los que se pone el glamuroso sello de Parma, queso Mozzarella hecho con leche de búfalas que han pastado en tierras repletas de dioxinas (por la quema incontrolada de basuras)... ¿Y si aquí no fuese muy diferente la cosa? Reconozco que tras la lectura de Saviano ya miro con mucha desconfianza a los productos italianos, sobre todo los que se meten por la boca. Los propios italianos civilizados serán conscientes de esa mala imagen, muy a su pesar. Igual que los pobres españoles civilizados, condenados a vivir entre tanto desaprensivo e impresentable. Y me pregunto: ¿qué hago yo aquí todavía, por qué no me he ido a Canadá, a la bahía de San Francisco, a Holanda, a Dinamarca o algún otro enclave civilizado? Por el bien de mi hijo, sobre todo.
Nicolás, como sigas por este camino me vas a quitar las ganas de cenar... (igual me viene bien y todo)
ResponderEliminarRafa, quisiera aportar un poco de optimismo (para que no digan que soy un cenizo, jaja...): la esperanza a corto y medio plazo está en la cooperación descentralizada de la gente civilizada (por ejemplo, yo acabo de apuntarme a un grupo de consumo ecológico y estoy muy ilusionado); y, a largo plazo, en la educación.
ResponderEliminar¡Educación, educación, educación!
Un abrazo, amigo
Cada vez que leo la palabra "educación", echo mano a mi ladrillo.
ResponderEliminarJajaja, muy bien, Adolfo
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