El comandante retirado Pascual Grin Palacios tomó su viejo catalejo de vigía y dirigió su mirada hacia el parque de abajo. Sus ojos no tardaron en confirmarle la desgracia: era el fin, no había espacio alguno para la duda. Grin enfundó el catalejo, se puso encima la bufanda y abandonó el piso con un aspecto muy sombrío, desde luego nada reñido con la gravedad de la situación. Al abrir la puerta que daba a la calle sintió un golpe de calor que le hizo recordar que se encontraba en pleno mes de julio y en tierras del hemisferio norte. Decidió volver tras sus pasos para dejar la bufanda en casa, pero apenas salvados algunos peldaños advirtió lo inútil de ese acto. Se deshizo de la bufanda con rabia, como quien se zafa de una alimaña, y entonces no dejó pasar la ocasión de ensañarse con la odiada prenda otrora tan estimada. Tras haberla desgarrado y pisoteado lo suficiente, el comandante retirado Grin volvió a abrir la puerta de la calle. Se irguió y avanzó hacia el lugar donde debía llevar a término una dolorosa, pero no por ello menos necesaria, reválida de su hombría. Se llevó ceremoniosamente la mano al bolsillo derecho, donde solo pudo sentir el tacto de su juego de llaves: su proverbial despiste volvía a traicionarle. Subió las escaleras a un paso inhabitual para un hombre de su edad y agarró la indispensable herramienta. Ahora sí que estaba totalmente preparado...
-Buenos días, joven. Tengo algo para usted –Grin sacó una pistola de su bolsillo para espanto del joven y de su hermosa acompañante.
-Cariño, ¿te has vuelto loco? –la bella mujer se interpuso entre el joven y el comandante retirado. -¿Qué haces, Dios mío?.
-Con Grin Palacios no se juega, voy a hacer justicia... –el veterano militar levantó el arma y apuntó al tándem conformado por la fémina –por otra parte, su esposa- y el joven, quien ante el cariz de la amenaza, y conocedor por su amante de ciertas disfunciones de la personalidad del agresor, decidió jugárselo todo a una carta.
-Oiga, yo le conozco, es uno de mis escritores favoritos. Qué placer toparme con el mismísimo Graham Greene. Es usted, ¿no?. Sí, sí, lo es...
Grin esbozó una sonrisa. Bajó la pistola y se dejó querer.
-¿De veras me ha reconocido?...
-Claro, es usted inconfundible, Mr. Greene. Me he leído casi todas sus novelas. Especial cariño tengo por El factor humano, maravillosa muestra de su sensibilidad y su inquietud social.
-Es una buena novela, muy humana... – Grin devolvió la pistola a su bolsillo. – Me gusta lo humano...
-¿Y qué decir de El americano impasible, otro tanto de lo mismo?.
-Es difícil permanecer impasible ante esta obra mía, lo admito...
-¿Podría firmarme un autógrafo, Mr. Greene?
-Con mucho gusto, joven. ¿Tiene usted lápiz y bolígrafo?...
El comandante retirado Grin se sintió rejuvenecido. Era tanta su satisfacción por el público y sincero reconocimiento –debía remontarse mucho tiempo atrás, a sus tiempos en la comandancia de marina de Melilla, para hallar un acto de semejante naturaleza- que optó por minimizar la infidelidad de su esposa. "Al fin y al cabo, ella es una mujer joven y atractiva", pensaba, "y yo no dejo de ser un hombre mayor y achacoso, aunque eso sí, un gran novelista y un intelectual de peso".
-¿A qué se dedica ese amable joven, Palomita? –le preguntó al día siguiente, a la hora de la cena, frente a un plato de pisto precocinado.
-Es periodista, trabaja en una emisora de radio.
-No me importaría que me llamara de su emisora para charlar con sus oyentes de literatura o de lo que sea, de todo lo divino y de lo humano, de lo pasible y lo impasible.
-Hablaré con él, no te preocupes.
-¿Pensaban que había muerto? Pues se equivocan... Hoy presentamos a nuestra audiencia de Invertido el último nada más y nada menos que a quien se proclama el verdadero Graham Greene. Mr. Greene, buenas tardes...
-Muy buenas, un saludo a todos de mi parte.
-Mr. Greene, gran escritor británico, amante de España y autor de auténticos clásicos de la literatura del siglo XX. ¿Qué tal está entre nosotros?.
-Bien, un poco de calor, eso sí.
-¿Quiere enviar algún mensaje en particular a su legión de seguidores en nuestro país?.
-Sí, tengan cuidado al cruzar la calle. Los atropellos están a la orden del día. Más vale esperar a que se ponga verde el semáforo, y esto se lo digo en particular a los chavales, a los más jóvenes. Se lo dice alguien con experiencia, con mucho rodaje en la vida. Háganme caso, por favor...
El comandante retirado Pascual Grin Palacios fue internado días más tarde en una quinta de reposo de la huerta murciana. Allí transcurrieron los últimos años de su existencia, en medio del calor y de la admiración de sus compañeros de centro. Su viuda contrajo matrimonio poco tiempo después con el periodista radiofónico de moda.
Un blog personal algo abigarrado en el que se habla de física, cosmología, metafísica, ética, política, naturaleza humana, Unión Deportiva Las Palmas, inteligencia artificial, Singularidad, complejidad y un largo etcétera. Con una sección de pequeños 'Intentos literarios' y otra de sátira humorística ('Paisanaje'). Intentando ir siempre más allá del lugar común y el buenismo. Also in English: picandovoyenglish.wordpress.com
sábado, 23 de octubre de 2010
viernes, 15 de octubre de 2010
Ante el dolor y la muerte
Al final nos espera la muerte, esa es una realidad impepinable. Y el dolor siempre está acechándonos aunque nos dé tregua de vez en cuando. Lo cierto es que solo muere quien vive, por lo que no debemos considerar la muerte como una derrota. Es como cuando vas al cine: ¿es una derrota que al final termine la película y salgan los títulos de crédito?... Con el sufrimiento, igual: está ahí por el mero hecho de vivir con apego a uno mismo y a los seres queridos en un escenario donde hay necesidad (de comer, beber, protegerse del frío...), riesgo (de que te cortes con un cuchillo, te caiga un rayo, ingieras una ameba...), pelea (con nuestros congéneres y, cada vez menos, con otros animales) e incertidumbre (nunca sabes con certeza lo que te aguarda el mañana).
Hay que ser siempre conscientes de que el final de la vida propia llegará algún día, y de que el sufrimiento no dejará de golpearnos periódicamente para reaparecer probablemente con su mayor virulencia en los últimos instantes. Ante ello caben varias opciones: el no pensar (tipo 1), el autoengaño (tipo 2) o el intento de entender (tipo 3). Creo que lo primero y lo segundo son un error, porque no te pillan preparados para los momentos malos cuando estos llegan.
La mejor preparación consiste, a mi juicio, en intentar comprender dónde estamos, quiénes somos, cómo somos, de dónde venimos y adónde vamos; en procurar arrojar algo de luz sobre esos enigmas con el auxilio de la razón, de la experiencia (propia y ajena) y de la intuición, confiando en la ciencia sin desdeñar el poder iluminador de la meditación, la contemplación e incluso el arte. Y en hacerlo ya desde la juventud, sin esperar a la llegada de la edad madura.
Pienso que no se trata de "dar sentido o tratar de explicar el valor que ese sufrimiento puede tener" (Agus Alonso-G. dixit), sino de asumirlo totalmente como algo propio de un mundo físico hecho con estos mimbres y de acercarse a su comprensión objetiva con las herramientas antes señaladas. Eso sí, siendo conscientes de que la tarea no llegará seguramente a completarse; lo que no debe desalentarnos, puesto que el solo hecho de caminar por la senda del conocimiento -y al mismo tiempo de la aceptación del mundo, empezando por la de uno mismo- ya es una fuente de satisfacción y consuelo. El budismo, en su concepción más intelectual (dejando aparte el folclore de estatuillas, reencarnaciones y supersticiones varias), parece tener mucho que ver con esta senda.
Lo cierto es que la religiosidad suele ser casi siempre del tipo 2, generalmente asociada al cómodo tipo 1: una buena muestra del infantilismo humano y de la fuerza del miedo (poderoso caballero). No obstante, hay también casos (minoritarios, desde luego) de religiosidad del tipo 3, y no sólo en el budismo genuino sino también en otras confesiones: para ellos prefiero usar la etiqueta nada infantil de espiritualidad. Ahí es donde creo que Agus y yo, andando desde direcciones diferentes, ya nos hemos encontrado.
Hay que ser siempre conscientes de que el final de la vida propia llegará algún día, y de que el sufrimiento no dejará de golpearnos periódicamente para reaparecer probablemente con su mayor virulencia en los últimos instantes. Ante ello caben varias opciones: el no pensar (tipo 1), el autoengaño (tipo 2) o el intento de entender (tipo 3). Creo que lo primero y lo segundo son un error, porque no te pillan preparados para los momentos malos cuando estos llegan.
La mejor preparación consiste, a mi juicio, en intentar comprender dónde estamos, quiénes somos, cómo somos, de dónde venimos y adónde vamos; en procurar arrojar algo de luz sobre esos enigmas con el auxilio de la razón, de la experiencia (propia y ajena) y de la intuición, confiando en la ciencia sin desdeñar el poder iluminador de la meditación, la contemplación e incluso el arte. Y en hacerlo ya desde la juventud, sin esperar a la llegada de la edad madura.
Pienso que no se trata de "dar sentido o tratar de explicar el valor que ese sufrimiento puede tener" (Agus Alonso-G. dixit), sino de asumirlo totalmente como algo propio de un mundo físico hecho con estos mimbres y de acercarse a su comprensión objetiva con las herramientas antes señaladas. Eso sí, siendo conscientes de que la tarea no llegará seguramente a completarse; lo que no debe desalentarnos, puesto que el solo hecho de caminar por la senda del conocimiento -y al mismo tiempo de la aceptación del mundo, empezando por la de uno mismo- ya es una fuente de satisfacción y consuelo. El budismo, en su concepción más intelectual (dejando aparte el folclore de estatuillas, reencarnaciones y supersticiones varias), parece tener mucho que ver con esta senda.
Lo cierto es que la religiosidad suele ser casi siempre del tipo 2, generalmente asociada al cómodo tipo 1: una buena muestra del infantilismo humano y de la fuerza del miedo (poderoso caballero). No obstante, hay también casos (minoritarios, desde luego) de religiosidad del tipo 3, y no sólo en el budismo genuino sino también en otras confesiones: para ellos prefiero usar la etiqueta nada infantil de espiritualidad. Ahí es donde creo que Agus y yo, andando desde direcciones diferentes, ya nos hemos encontrado.
domingo, 10 de octubre de 2010
Progresismo e izquierda
Aprovechando que le han dado el Nobel a Vargas Llosa, no viene mal replantearse la definición de progresismo. Algunos dicen que el premiado es un conservador, mientras otros -con menos tino aún- aseguran que se trata de un reaccionario. Por otra parte -permítaseme la digresión- están quienes sostienen que García Márquez es mejor escritor (aseveración que muchas veces se hace sin haber leído a Vargas, e incluso sin haber leído a ambos).
Desde luego, Vargas Llosa no es un conservador ni un derechista: no puede serlo quien defiende cosas como el laicismo, la legalización de las drogas, el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio (o como se quiera llamar) y el derecho de todo hombre o mujer a hacer en la cama lo que quiera con quien quiera siempre que sea mutuamente consentido. El hispano-peruano es, como bien dice el diputado popular José María Lassalle, un "liberal a secas", o sea la antítesis de un conservador: dicho de otro modo, un auténtico progresista (yo incluso diría que un izquierdista de verdad).
Porque ser progresista es defender un sistema político que permita a los individuos desarrollar su vida como quieran, siempre que el ejercicio de esa libertad no colisione con los derechos de otros (el vertido de lavadoras a barrancos, la circulación a 200 km/h, la ablación del clítoris o la tauromaquia son algunos ejemplos de esa colisión). Ello supone recelar siempre de la tradición, que suele ser la mejor coartada de la barbarie; y, también, sacar las religiones del espacio público, para que sólo conciernan a quienes decidan practicarlas.
Ser progresista es considerar innegociable la libertad de expresión y de culto (o no culto), así como abominar de cualquier discriminación por razón de raza, etnia, sexo, religión (o no religión), ideología u orientación sexual. Y, por supuesto, ser antinacionalista sin ambages.
Es defender un sistema basado en la igualdad de oportunidades, no para asegurar que todas las personas lleguen juntas a una misma meta (¡cada cual ha de fijarse la suya!) sino para que éstas se encuentren en la casilla de salida en igualdad de condiciones: para ello hay que procurar un acceso igualitario a la educación, los cuidados médicos, la justicia, etc.
También es progresista proponer una compensación social a quienes parten con desventaja (caso de los discapacitados), además de amparar a los más débiles (niños, ancianos, enfermos...) y a quienes se han estrellado en la vida: sólo por el mero hecho de formar parte de la comunidad, una persona debe tener derecho a vivir por encima de un umbral considerado digno. Es progresista vigilar que los fondos del Estado del bienestar lleguen a quienes realmente los necesitan, no a unos caraduras espabilados. Y propugnar reformas para asegurar la sostenibilidad de los sistemas de protección social.
Ser progresista es defender los derechos de los ciudadanos, tanto en su faceta de actores políticos como de consumidores, frente a posibles abusos de los más poderosos. Y defender esos derechos no sólo para nosotros sino también para el resto de los países del mundo. Es aborrecer la guerra, pero siendo consciente de que el mundo no es Disneylandia y de que a veces es necesario defenderse.
Ser progresista es respetar el derecho de una persona a tomar drogas sin perjudicar a nadie, a consumir pornografía (entre adultos) si le place, a optar por la eutanasia si se halla en una situación médica penosa... Es emplazar a las personas adultas a asumir su responsabilidad para conducir sus vidas sin la tutela de nadie. Y afirmar que la vida social comprende no sólo derechos sino también obligaciones; y que "quien la hace, la paga".
Es también defender la existencia de un Estado fuerte y eficaz (que no sobredimensionado), capaz de garantizar la igualdad de oportunidades, de corregir las injusticias sociales y de regular las actividades económicas sin asfixiar la iniciativa privada. Y velar por que ese Estado sea eficiente en sus funciones y esté al servicio de la comunidad, no de los empleados públicos, de los lobbies o del partido del gobernante de turno.
Ser progresista es tener un firme compromiso con el cuidado del medio ambiente, no sólo en interés propio sino por respeto a las criaturas no humanas y a las futuras generaciones. Y propugnar una manera de vivir más sostenible, saludable y plena. E impugnar este capitalismo salvaje de casino capaz de doblegar a gobiernos elegidos democráticamente... pero no para proponer infiernos como el soviético o el polpotista.
Conforme a todo lo señalado, no puede reclamarse progresista quien apoya una dictadura como la cubana o un gobierno autoritario como el venezolano, quien antepone supuestos derechos de los pueblos (que no son otra cosa que conjuntos de individuos) a los derechos de las personas, quien cree que por encima del ordenamiento legal ha de estar la tradición (caso de Evo Morales y Benedicto XVI, aunque este último no tiene la desfachatez de proclamarse progresista); por no hablar de quienes incluso justifican el régimen clerical de Irán o la esperpéntica tiranía monarco-comunista de Corea del norte.
En fin, que ya es hora de quitar la etiqueta de progresista a la izquierda antiliberal y/o nacionalista que encima se mofa de los homosexuales (cuando no los mete en campos de concentración), abraza a energúmenos como Ahmedinayad y da rodillazos en los huevos a sus rivales futbolísticos.
Desde luego, Vargas Llosa no es un conservador ni un derechista: no puede serlo quien defiende cosas como el laicismo, la legalización de las drogas, el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio (o como se quiera llamar) y el derecho de todo hombre o mujer a hacer en la cama lo que quiera con quien quiera siempre que sea mutuamente consentido. El hispano-peruano es, como bien dice el diputado popular José María Lassalle, un "liberal a secas", o sea la antítesis de un conservador: dicho de otro modo, un auténtico progresista (yo incluso diría que un izquierdista de verdad).
Porque ser progresista es defender un sistema político que permita a los individuos desarrollar su vida como quieran, siempre que el ejercicio de esa libertad no colisione con los derechos de otros (el vertido de lavadoras a barrancos, la circulación a 200 km/h, la ablación del clítoris o la tauromaquia son algunos ejemplos de esa colisión). Ello supone recelar siempre de la tradición, que suele ser la mejor coartada de la barbarie; y, también, sacar las religiones del espacio público, para que sólo conciernan a quienes decidan practicarlas.
Ser progresista es considerar innegociable la libertad de expresión y de culto (o no culto), así como abominar de cualquier discriminación por razón de raza, etnia, sexo, religión (o no religión), ideología u orientación sexual. Y, por supuesto, ser antinacionalista sin ambages.
Es defender un sistema basado en la igualdad de oportunidades, no para asegurar que todas las personas lleguen juntas a una misma meta (¡cada cual ha de fijarse la suya!) sino para que éstas se encuentren en la casilla de salida en igualdad de condiciones: para ello hay que procurar un acceso igualitario a la educación, los cuidados médicos, la justicia, etc.
También es progresista proponer una compensación social a quienes parten con desventaja (caso de los discapacitados), además de amparar a los más débiles (niños, ancianos, enfermos...) y a quienes se han estrellado en la vida: sólo por el mero hecho de formar parte de la comunidad, una persona debe tener derecho a vivir por encima de un umbral considerado digno. Es progresista vigilar que los fondos del Estado del bienestar lleguen a quienes realmente los necesitan, no a unos caraduras espabilados. Y propugnar reformas para asegurar la sostenibilidad de los sistemas de protección social.
Ser progresista es defender los derechos de los ciudadanos, tanto en su faceta de actores políticos como de consumidores, frente a posibles abusos de los más poderosos. Y defender esos derechos no sólo para nosotros sino también para el resto de los países del mundo. Es aborrecer la guerra, pero siendo consciente de que el mundo no es Disneylandia y de que a veces es necesario defenderse.
Ser progresista es respetar el derecho de una persona a tomar drogas sin perjudicar a nadie, a consumir pornografía (entre adultos) si le place, a optar por la eutanasia si se halla en una situación médica penosa... Es emplazar a las personas adultas a asumir su responsabilidad para conducir sus vidas sin la tutela de nadie. Y afirmar que la vida social comprende no sólo derechos sino también obligaciones; y que "quien la hace, la paga".
Es también defender la existencia de un Estado fuerte y eficaz (que no sobredimensionado), capaz de garantizar la igualdad de oportunidades, de corregir las injusticias sociales y de regular las actividades económicas sin asfixiar la iniciativa privada. Y velar por que ese Estado sea eficiente en sus funciones y esté al servicio de la comunidad, no de los empleados públicos, de los lobbies o del partido del gobernante de turno.
Ser progresista es tener un firme compromiso con el cuidado del medio ambiente, no sólo en interés propio sino por respeto a las criaturas no humanas y a las futuras generaciones. Y propugnar una manera de vivir más sostenible, saludable y plena. E impugnar este capitalismo salvaje de casino capaz de doblegar a gobiernos elegidos democráticamente... pero no para proponer infiernos como el soviético o el polpotista.
Conforme a todo lo señalado, no puede reclamarse progresista quien apoya una dictadura como la cubana o un gobierno autoritario como el venezolano, quien antepone supuestos derechos de los pueblos (que no son otra cosa que conjuntos de individuos) a los derechos de las personas, quien cree que por encima del ordenamiento legal ha de estar la tradición (caso de Evo Morales y Benedicto XVI, aunque este último no tiene la desfachatez de proclamarse progresista); por no hablar de quienes incluso justifican el régimen clerical de Irán o la esperpéntica tiranía monarco-comunista de Corea del norte.
En fin, que ya es hora de quitar la etiqueta de progresista a la izquierda antiliberal y/o nacionalista que encima se mofa de los homosexuales (cuando no los mete en campos de concentración), abraza a energúmenos como Ahmedinayad y da rodillazos en los huevos a sus rivales futbolísticos.