martes, 27 de enero de 2015

José Luis y Marisa se conocen en Palma (capítulo de 'HP')

(fragmento de la novela inédita HP)

Marisa lo había conocido a los pocos meses de llegar a Mallorca, cuando ella trabajaba en una agencia de viajes. Era casi la hora de salir y estaba enviando un fax a la oficina de Sabadell cuando se oyó una estampida en la calle. Todo el mundo había salido afuera a ver qué pasaba. Una anciana yacía en el suelo en medio de un charquito de sangre. Un coche tenía fracturado el parabrisas delantero y su conductor se llevaba las manos a la cabeza. "¡Un médico, por favor!, ¿hay algún médico entre ustedes?", gritaba el desesperado conductor en medio de un aluvión de curiosos.

Fue entonces cuando apareció José Luis. Su voz surgió potente de entre la masa. "¡Aquí!", se abrió paso y llegó hasta el coche. Luego, con voz clara y pausada, inició su parlamento: "Yo no soy médico, pero poseo la licenciatura en Filología Semítica por la Universidad Pontificia de Comillas. Asimismo, curso en la actualidad el tercer año de Derecho en la Universidad Nacional de Educación a Dis...". José Luis no pudo concluir: un espectador alterado, de gruesos bigotes negros a juego con sus gafas, se abalanzó sobre él y le propinó una severa paliza. Fue Marisa quien lo retiró del asfalto, dolido y amoratado, y lo condujo a la casa de socorro.

José Luis no era guapo, ni siquiera demasiado inteligente, pero su padre era duque de La Manta y poseía un buen número de acciones en Petróleos de Jalisco, así como un lote importante de tierras al sur de Extremadura. Ésas fueron las razones por las que Marisa aceptó, poco menos de tres meses después de conocerle, su propuesta matrimonial.

A pesar de la riqueza de su progenitor, José Luis estaba empeñado en buscarse a sí mismo conviviendo con la plebe. Había llegado a Mallorca un verano, como todos los años, con su hiératico padre y su piadosa tía, pero cuando finalizaron esas insulsas vacaciones decidió establecerse por su cuenta en la isla. Buscó empleo sin descanso: pensaba que su cualificación académica era por sí misma suficiente para coronar con éxito esta tarea, pero las cosas no le rodaron bien. No cesaba de concertar entrevistas y autoanunciarse, como cuando conoció a Marisa. Un día, semanas después de aquello, vio un anuncio en la prensa que despertó su interés. Comenzó a prepararse y, al fin, obtuvo el puesto de animador sociocultural adjunto del parque de atracciones de Getafe.

Su padre nunca había dejado de enviarle un suculento cheque mensual, pero para José Luis el dinero era secundario. Había encontrado un trabajo y quería conocer el significado de la autorrealización. Todos los miércoles por la noche partía en avión hacia la capital del Reino para cumplir allí su labor hasta el domingo, cuando regresaba junto a Marisa a su piso alquilado de Palma. Entre el dinero que cobraba de la Comunidad de Madrid y el cheque procedente de su padre, que ignoraba por completo la naturaleza de su trabajo, tenía para llevar una vida bastante desahogada.

Eso mismo es lo que Marisa estaba buscando. Desde que llegó a Mallorca con el objetivo, paralelo al de José Luis, de iniciar una nueva vida, había vivido al borde de la miseria. Antes de conseguir el trabajo en la agencia de viajes, estuvo vendiendo en el rastro con los hippies y repartiendo octavillas a la puerta de los institutos. El encuentro con José Luis resolvería definitivamente sus estrecheces financieras.

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